lunes, 25 de marzo de 2013

Mi abuela y el mar

Para Abel Invernal y Yuris Nórido

Mi abuela tiene más de 70 años y no conoce el mar. Aunque vive en una isla con 5 746 kilómetros de litoral, aunque en Cuba ninguna persona está a más de 40 millas de la costa, aunque la rodea «la maldita circunstancia del agua por todas partes», aunque esta ínsula es un eterno verano, que es decir una playa eterna, ella jamás ha visto el mar.

Mi abuela es un ser mediterráneo. Hasta 1991 vivió en el campo, metida en el monte con escasos conocimientos del mundo que la circundaba. Cuando la Autopista Nacional reclamó su tierra, empacó los bártulos y salió con mi abuelo y sus hijos hacia la ciudad. Entonces prefirió permutar el apartamento que le regalaban en Santa Clara por una casita art déco en Placetas. De esa manera podrían salvar a diario la distancia hasta la tierra que cedían. Sobre todo mi abuelo, que hasta hoy viaja constantemente al «campo» (así, ya por antonomasia) para ordeñar su única vaca.

Pero, ¿por qué mi abuela nunca ha ido al mar? Supongo que demasiada ocupación en las vicisitudes cotidianas, en el hogar, en la cocina, que por ser la misma todos los días nunca lleva a nada nuevo, la alejaron de la costa. Mi abuela se levanta siempre entre las tres y las cuatro de la madrugada (¿vieja costumbre del campo?) y dice que no le alcanza el tiempo para todo lo que tiene que hacer. Supongo que en su vida pasó lo mismo. Una pragmática inconsciente, casi inoculada en las venas, la ha mantenido en el estatismo de todos los días, todas las mismas cosas.

Supongo que mi abuela tiene sueños, imagino incluso que alguna vez haya querido conocer el mar. Supe que en Brasil llevaron a una anciana, antes de morir, a ver el océano. Allá se explica (Brasil es el gigante sudamericano, hay gente que vive en el mismo centro del continente), pero aquí no se entiende.

Le dije: «Abuela, ¿quieres conocer el mar? Yo te llevo». Pero no supo qué responder. Yo quisiera que mi abuela quisiera conocer el mar. Que sus ojos se extraviaran en el límite del firmamento. Que se bañara en las aguas de una playa, al borde de las tierras. O que al final me dijera: «¿Este era el mar? Ya lo sabía, ya lo imaginaba, no me gusta…»

Gracias a la televisión ella tiene la idea de cómo es el océano. Seguro lo asocia con azul, brisa, agua, sal, tormenta, barco. Quizás le teme, como a un monstruo desconocido. Pero carece del conocimiento exacto, de la experiencia vital… Mi abuela pudiera morir sin conocer el mar.

Foto: tomada de internet.                                                                                                                                                                                                              

lunes, 18 de marzo de 2013

El fin de la historia




Descreo de la tesis del fin de la historia sostenida por Francis Fukuyama. Aunque ciertamente cayó el fascismo y fracasaron los ideales comunistas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), aún concedo esperanzas al progreso y a las ideologías alternativas.

Yo asisto al fin de otra historia que poco —o nada— tiene que ver con la posmodernidad ni con los sucesos mundiales. Esta historia resulta más íntima, acaso mínima.

Tengo la sensación de que Guaracabuya va a desaparecer. No a la manera del Macondo garciamarquiano, que llegó a su fin predicho desvaneciéndose en los vientos huracanados de un cataclismo histórico. Guaracabuya es menos pretensiosa: va a borrarse en el polvo. (Una nube de polvo va engulléndola, confundiendo las casas y las cosas).

¿Qué sucede con los pueblos condenados al olvido? La gente quiere irse tras la esperanza del progreso, en busca de la vida menos precaria. Los viejos van muriendo, los niños dejan de nacer.

Guaracabuya nunca fue próspero, pero vivió mejor. Las minas de oro, comparadas por un ingeniero ¿lúcido? con las de California, en los Estados Unidos, y con Minas Gerais, en Brasil, nunca produjeron el metal en la demasía prevista. Hoy mismo los mineros extraen de galeras profundas, alargadas, la piedra que debe hacerse oro. Pero el pueblo sigue igual, en una precariedad casi miserable. Guaracabuya no es El Dorado.

Las cafeterías, las gasolineras, las quincallas, los bares de antaño desaparecieron. La escuela pública, posiblemente el edificio más notable, fue barrida hace medio siglo para construir una mejor. (Más fuerte, no más bella). La misma iglesia, feúcha, pero neoclásica, antigua, de piedra, acabó en la ira radical de las mandarrias.

Exactamente cuando yo nacía, la Autopista Nacional iba a traer cierto privilegio al pueblecito. Pero no la acercaron lo suficiente, y los carros siguen su camino sin conocer, ni siquiera por una señal, la proximidad del ecuador cubano.

La calle principal se asfaltaría, porque cuentan que en diciembre de 1958 el Che la transitó para llegar hasta Falcón, derribar el puente sobre la Carretera Central e incomunicar a Santa Clara. Pero en la espera el antiguo asfalto se unió a la piedra original, y la piedra al polvo.

Los carros eluden Guaracabuya; prefieren la vía más larga a la imposible. Un motor encendido es poco menos que un suceso. En mi calle ya no molesta el ruido de las máquinas.

Antes la noche se interrumpía por el pitazo de los trenes. Las movilizaciones de la caña encendían el ánimo pueblerino. Pero ya no pitan más los trenes, y en el ferrocarril campean las bestias. Hoy nadie espera el gascar.

A veces, en la tarde, debería correr la brisa fresca de la sabana. Pero la polvareda obliga a cerrar las puertas, a recluirse en la penumbra de los interiores.

¿Qué sucede con los pueblos condenados al olvido? Se borran en la pesadumbre metálica del mediodía, se pierden, desaparecen. Como en las aldeas fantasmas, nada será mejor, porque nada volverá a ser.

lunes, 11 de marzo de 2013

Pedro Osés y la pintura mágica

En 1974, entre los dibujos que se conservaban en alguna casa de cultura de Santa Clara, Samuel Feijóo halló las primeras pinturas del joven Pedro Osés. Allí mismo indagó sobre el novel artista y al día siguiente partió al poblado rural de Guaracabuya (Placetas, Villa Clara) para conocer al autor de las creaciones desconcertantes.

Viajó en tren, la vía más expedita para acceder a aquel destino. A la vista de la llanura atravesada por el ferrocarril, Feijóo evocaba los espíritus y seres sobrenaturales del campo cubano. Con Aida Ida Morales (también pintora) desembarcó finalmente en el paradero desolado de Guaracabuya y se adentró en las primeras callejuelas desconocidas. «¡Este es nuestro fantasma, Aida!», aseguró el escritor, casi en un grito exaltado, cuando el jovencito envuelto en una sábana blanca, les abrió la puerta de su bohío. Apenas amanecía.

Hasta esa mañana Pedro Alberto Osés Díaz había soñado con la pintura. La extirpación de un tumor en su médula ósea, cuando era un niño, le atrofió toda la anatomía del cuerpo y pudo haberlo recluido al sosiego permanente de las aulas vacías, con una maestra, sin compañeros. Pero necesitó expresarse y echó mano de semillas, galán de noche, pasta dental, flores y crayolas derretidas que usó como pinturas. Fabricó pinceles con pelo de caballo y combinó colores en las cartulinas que conseguía. Ya su mente estaba poblada con las particulares imágenes de una plástica en ciernes. Feijóo le prohibió conocer la obra de otros artistas por el momento, y le regaló pinturas.

Osés

Cuando murió en 2009, a la edad de 54 años, el pintor Pedro Osés contaba con numerosas exposiciones personales y colectivas en Cuba y el extranjero, y había obtenido el reconocimiento del pueblo que hallaba en la imaginería de su pincel la recreación de los mitos campesinos cubanos.

Jamás accedió a cambiar su residencia de Guaracabuya; absorbió la mitología guajira de los campos y luego la vertió en los cuadros que concebía y pintaba.

Aunque nunca recibió preparación académica, su pintura se distingue fácilmente de la de otros artistas naif (ingenuos), por la seguridad del trazo.

Los rasgos de sus pinceladas tienen una naturalidad expresiva que descarta la duda ante el lienzo en blanco. Sus líneas son precisas, sin demasiados regodeos, pero cautivadoras de una sensualidad descollante. Los colores, como los de todo primitivista, son vivísimos, pero en su caso se unen orgánicamente a la naturaleza del campo cubano, a la iconografía religiosa o a los mitos de ahorcados, aparecidos, demonios, ángeles, fantasmas y otros seres extraordinarios que Osés no tomó de ninguna tradición sino que inventó él mismo.


En sus cuadros cobra vida una fauna de criaturas real maravillosas, mágicas, místicas, inofensivas y a veces macabras que el autor concibió o enriqueció con su imaginación. En ellas pueden reconocerse fácilmente las dudas, obsesiones y hasta limitaciones del pintor.

Hombres y mujeres que se transfiguran en flor o en pájaro durante el éxtasis de una cópula indetenida, móvil en nuestra sensación pero estática en su temporalidad, son un motivo recurrente de esta particular inspiración.

Ante las pinturas de Osés el espectador puede desconcertarse: en los cuadros resaltan criaturas andróginas e inverosímiles que no obstante poseen marcas evidentes de su sexo y sexualidad; y allí mismo se juntan en un acto sensual y sexual pero inesperado, fuera de toda convención de los modos posibles, porque persisten en la necesidad de la unión en contra de una soledad desesperante. A la misma vez permanecen sosegados, inobjetables en la consecución de sus placeres.

Nunca sabremos la verdadera naturaleza de una gran parte de los seres mágicos de esta plástica: humanos, o animales y vegetales, pero humanizados en una indefinición bien lograda, casi desapercibida.

El guajiro, en su estampa noble e ingenua, también se reivindica particularmente en toda la obra de Osés. No está reñido con la persistencia de otras figuras sobrenaturales, porque forman parte de una misma cosmovisión: es en definitiva el guajiro el que piensa y convive con estas mitologías.

La maternidad, la mujer, el catolicismo, la muerte y una posibilidad otra, mágica, mística y solo posible en el mundo de la creación signan, además, toda la obra pictórica del artista.

Por otra parte, el conjunto de estas creaciones logra asir toda una tradición histórica que ha pasado de generación a generación en la forma de la literatura oral y se ha plasmado también en la literatura escrita.

Pero siempre la tradición recreada trasluce –como sabemos– la sensibilidad personal, y en ese aspecto es donde la pintura de Pedro Osés gana su mayor mérito: se une a la imaginería única del autor y se enriquece con un misticismo sin precedentes en la plástica naif.

Los valores de toda su obra le valieron la inclusión en el libro El arte mágico en Cuba. 51 pintores cubanos. Naifs, Ingenuos, Primitivos, Populares, Espontáneos, Intuitivos… (Gérald Mouial) y en importantes muestras nacionales e internacionales, desde los numerosos salones territoriales y provinciales de arte pupular, junto a la gente sencilla que inspiró parte de sus creaciones, hasta la Exposición Art Inventif a Cuba, en Lausana, Suiza (1983); la muestra personal en la II y III Bienal de La Habana (1986 y 1989); en la I Bienal Latinoamericana, en Nicaragua (1989); y en la Exposición Museo de Arte Naif, París, Francia (1999), entre otras.

En Guaracabuya la abuela de Osés mantiene abierta permanentemente la casa-estudio-galería. Los cuadros que se exponen allí, por desgracia, cada día son menos. Unos se exhiben en diversos centros culturales de Villa Clara, e incluso en viviendas particulares; otros pasaron al patrimonio personal de coleccionistas extranjeros.