miércoles, 9 de octubre de 2013

Telegrama a Guaracabuya

En el siglo XXI casi nadie se comunica por telegramas. Hace años que la gente abandonó el estilo telegráfico, y el romanticismo de las cartas, y el olor a tinta, y el papel. Esta es la época de los mensajes de texto (SMS), tan contraídos y escasos. A mí, las peculiares condiciones de la fatalidad me obligan a telegrafiar a mi madre a menudo. A mis amigos les provoca gracia. Alguien me preguntó: ¿Todavía existen los telegramas?
Aunque ninguna dimensión física considerable se interpone, entre Guaracabuya y Santa Clara —entre mi madre y yo— se abre un espacio inabarcable. Entre la ciudad y la aldea remota se levantan muros indescifrables que separan a dos mundos maniqueos: el progreso y al atraso, la comunicación y la incomunicación, el SMS y el telegrama. 
En Guaracabuya más de 2000 habitantes disponen de 16 teléfonos, estatales y residenciales. La red telefónica no está digitalizada; ni siquiera se puede acceder a los servicios básicos de Etecsa. El correo electrónico no existe. Internet es un quimera imposible que muy pocos conocen vagamente, como en el recuerdo de un sueño que no ha sido.
En la aldea podrían funcionar las señales de humo; sin embargo, los celulares apenas captan las señales en el aire. Hace poco, una señora dispuesta a comunicarse con su hijo subía al techo de la piquera en medio de un espectáculo pueblerino. Solo allí el móvil alcanzaba la señal indispensable. 
Por mi parte, escribo telegramas que una agente postal entregará a mi familia. En cualquier punto de Cuba el mensaje manuscrito se introduce en el sistema de Correos, y se recupera luego en su destino, y se dicta por teléfono, y se escribe otra vez, con tinta, como al inicio. Así quedan fijados el día y la hora de mi llamada telefónica.
La oficina local de correos de Guaracabuya, que antaño disponía de una vieja máquina de escribir, ahora está desprovista de todas las tecnologías arcaicas o recientes. Envío un telegrama desde Sagua la Grande. Mamá, estoy bien. ¿Dónde queda Guaracabuya? –preguntó la funcionaria sagüera del Correo. Te llamo mañana… ¿Allí hay computadora? No. Entonces… ¿lo dictan por teléfono? Sí. Besos, Alejandro.
Gracias a la conexión digital el telegrama vuela el espacio hasta Placetas. Allí, la antípoda de la agente sagüera levanta el teléfono y marca a Guaracabuya. Espera, que anoto. Mamá estoy bien te llamo mañana... vesos Alejandro. ¿Es todo? Nada más.
La agente postal de Guaracabuya escribe en una hoja de libreta común. El telegrama llega hasta mi madre con la caligrafía de la mujer, con algunos errores ortográficos, sin signos de puntuación. En Sagua, me dijeron, los telegramas se entregan mecanografiados, dentro de un sobre que protege la privacidad del mensaje. En Guaracabuya parecen menos serios. En realidad, están más cerca del recado que de otra cosa.
¿Cuánta gente se comunica hoy por telegramas? Según mi papá, jefe de una agencia municipal de correos, cada día las personas acceden menos a ese servicio. Ni siquiera hay muchas cartas que repartir. En este año, por ejemplo, nadie más que yo ha enviado telegramas a Guaracabuya, una aldea donde todo resulta anacrónico.
En el siglo XIX, cuando el correo tenía mejores medios que hoy, el paisano Ysidoro Domínguez se quejaba, disgustadísimo, porque los periódicos llegaban con considerable atraso a los suscriptores de Guaracabuya. Más de un siglo después los diarios llegan sin apuro, no hay teléfonos públicos, y escribo telegramas a mi madre.

Telegrama de Ysidoro Domínguez