jueves, 13 de noviembre de 2014

Buscadora de tesoros

 Para Leydi
—Abuela, ¿qué haces abriendo un hueco?
—Ven acá. Te voy a contar, pero no puedes decírselo a nadie: en este lugar me encontré, enterrada, una lima* de tres caras. Esas limas se usaron en Cuba en la época de los españoles. Y como esta apareció en posición vertical yo creo que indicaba algo más. ¡Aquí hay un tesoro enterrado! En mi patio…
—Pero, Abuela…
—Estoy segura. Yo sé que la gente señalaba tesoros así. Y voy a encontrarlo.
—Bueno, te ayudo…
Abuela y yo cavamos hasta el cansancio. Cada vez que aparecía alguien en el patio de la casa, la vieja, provista de pico y pala, encontraba la excusa ideal para evitar las sospechas inoportunas. «Porque la gente es mala, y se ríe», decía ella.
Cavamos. Mi hermano, más fuerte que nosotros, se sumó al grupo. Alcanzamos un metro de profundidad sin encontrar nada. Llegamos a dos metros y solo aparecieron restos de una antigua vasija de barro. Mi abuela, desencantada, concluyó:
—Evidentemente alguien llegó antes que nosotros. Y, cualquiera que haya sido, dejó esta lima para despistar en el futuro. Pero aquí hubo un tesoro, en mi patio. Me pude haber hecho rica…




*Lima: Instrumento metálico, con la superficie finamente estriada en uno o en dos sentidos, para desgastar y alisar los metales y otras materias duras.



jueves, 9 de octubre de 2014

El género, la muñeca y el cintillo

Esta mañana en una tienda de Santa Clara un niño que todavía no cumplió diez años lloraba con estridencia. Al escuchar con atención, apartando los sollozos, todo el mundo alrededor supo que el niño era infeliz, como son infelices tantos niños que jamás obtienen los juguetes que desean. Pero este niño, buen niño, deseaba un juguete posible, un entretenimiento que la aparente economía de su familia podía costear. Sin embargo, el juguete posible es, a veces, el juguete prohibido. El niño, nuestro niño, reclamaba para sí una muñeca Barbie, que además, venía empaquetada junto a su pareja, un hombre tan estilizado como ella misma.

La abuela estaba dispuesta a complacer cualquier extravagante deseo del nieto conque no fuese el que efectivamente era. Cualquier juguete, cualquier diversión, cualquier precio, menos la muñeca. En medio de una multitud indetenible, al centro del ajetreo de gente que buscaba en cajones desordenados chancletas pares, la señora espetó sin contemplación:
—Tú eres macho… y los machos no juegan con muñecas.

Nuestro pobre niño, a su edad, aún no comprendía qué límites impone ser macho. Seguía la perreta, mientras se negaba el juguete, la muñeca, el goce. Y la abuela, perpleja ante tanta insistencia, tuvo que repetirle al niño, repetirse a ella, repetirle a la gente, repetirle al mundo entero que el niño era macho, y los machos no juegan con muñecas, los machos juegan con carros y pistolas, y las hembras (ah, las hembras) juegan con muñecas. Y tú no eres hembra.

Nuestro machito, limitado para siempre, deseaba un juguete, que era, a la vez, un modelo de personas heterosexuales, blancas, estilizadas y occidentales. Pero frente al prejuicio él solo era macho y la muñeca era la muñeca y la abuela sabía que los machos no juegan con muñecas. Y nada más importaba. Yo me fui de la tienda art déco, tan felizmente decorada con las garzonas de Conrado Massaguer, y el niño infortunado seguía llorando.

***
Ayer me acomodé un cintillo plástico en la cabeza para impedir que el pelo me molestara sobre la cara. Mi sobrino, asombrado ante esa imagen, preguntó a todos en la casa: «¿Y los machos usan cintillos?»

Anoche, cuando tocaron a la puerta mi madre me pidió que dejara a un lado el cintillo. Al principio dijo: «Luces horrible», y aclaró un momento después: «Nunca he visto a ningún hombre con cintillo». «He visto a miles», respondí.

Y ahora también he visto que el cintillo ha de ser prenda vedada para los varones, a pesar de su utilidad. Se inventó para las mujeres, no para mí. Dios mío… un simple cintillo plástico sin adornos ni flores ni flecos. Aunque, dígase la verdad, si tuviera adornos y flores y flecos quizás sería mejor.

Ha de ser que en alguna parte de alguna escritura sagrada que rige nuestra vida está escrito que los niños no jugarán con muñecas y los hombres no usarán cintillos, por una cuestión natural, dada, que precede al ser humano. Pero una niña tendrá para sí todas las muñecas del mundo, aunque representen inalcanzables modelos de belleza, aunque reproduzcan, per saecula saeculorum, roles de género injustos y desiguales.

En el mundo del género, que es, en definitiva, nuestro mundo, algunos asumen naturalmente el prejuicio. Otros se oponen. Y también hay algunos héroes/heroínas: travestis que transgreden las normas, y que no son ni lo uno ni lo otro, y son las dos cosas, y son nada y lo son todo. Y hacen las calles. Y quizás jugaron con muñecas. Y usan cintillos. Y les importa o no les importa el género. Pero lo desafían.   

viernes, 27 de junio de 2014

Camiones

Hay que viajar en camión. En cualquier camión particular que preste servicio en las terminales intermunicipales cubanas. Más allá del resultado básico —llegada tardía y cansancio múltiple— uno tendrá la oportunidad de padecer una experiencia alentadora. Digo esto basado en la lógica que plantea que las vivencias negativas siempre exaltan otras vivencias menos negativas; es decir, en este caso, el camión eleva la (dudosa) comodidad de los ómnibus Yutong e, incluso, la ortopedia insoportable de las guaguas Girón.

Los camiones recorren todas las carreteras; cubren todas las rutas. Habrá poquísimos sitios de Cuba a donde no lleguen. Hay camiones de todas las formas y apariencias: viejos Chevrolet, Ford y Dodges adaptados a las nuevas (no tan nuevas) circunstancias, guarandingas engendradas a partir de antiquísimos aparatos, camiones cerrados que exacerban la claustrofobia y camiones abiertos y enrejados como jaulas, camiones que disponen de lonas desplegables para que no te mojes si llueve  y camiones sin lona para que te mojes si llueve, camiones con muchos asientos y otros con muy pocos, camiones calurosos y frescos camiones que estropean el peinado. Por supuesto, hay algunos camiones veloces que viajan por carreteras donde se cruzan con otros camiones lentos, muy lentos.
               
Ahora sí, la experiencia nos lleva a comprobar que la gente, sobre los camiones, llega a ser más comunista que nunca. Después de las sacudidas, de los frenazos intempestivos, de las paradas por iniciativa propia del chofer, la masa proletaria se va acomodando: uno sobre el otro, la otra sobre el uno, todos sobre todas y viceversa. Los pasajeros comparten el sudor ajeno, la causa común, el cielo de zinc. Por lo general todos se unen en un frente cerrado contra el chofer que, por hacer el bien a los que están abajo, sube a uno y a otra y a muchos más, mientras va haciendo el mal a los que están arriba. Y la gente protesta hasta que alguien contradice las razones de los inconformes: «Si tú estuvieras botado en el medio de la carretera seguro querrías que te recogieran». Así queda zanjada la pugna entre los que están arriba y los que están abajo. Y sucede el abrazo colectivo, íntimo, sobre el camión.

En todos los camiones una mujer carga a un niño y un hombre cede un asiento (también podría ser al revés) y alguien se hace el loco y se niega a dar el puesto y alguien más dice que los tiempos están perdidos, que no hay cortesía, que para qué la gente va a la universidad… Hasta que todos se reconcilian otra vez por la causa común, bajo el cielo de zinc, y los ánimos se bajan. Y también, alguien siempre alude al embarazo, para decir que hay demasiada apretazón. Y Fulanita tiene que decirle a Menganito que por favor se separe, que está demasiado cerca. 

La gente, en realidad, no viaja en camiones porque quiere. Sucede que los Chevrolet, los Ford, los Dodge… son los vehículos de trasportación humana más baratos después de los ómnibus de la Terminal (entiéndase por esto guaguas Girón, superbuses, algunas guarandingas multifuncionales que todavía existen, e improbables guaguas de Transmetro que nunca están programadas oficialmente). La gente empezó a adaptar estos aparatos —camiones norteamericanos de los años 50— en medio del Período Especial, cuando el transporte público se derrumbó.

Por su parte, las personas que viven en los municipios y trabajan en las cabeceras provinciales no pueden viajar a diario en camiones, pues la tarifa también se ha actualizado (es decir, alzado) más o menos recientemente. Antes, por ejemplo, viajar en camión de Placetas a Santa Clara costaba cinco pesos cubanos. Hace pocos años los choferes subieron el precio a diez pesos, sin que ninguna autoridad pertinente haya exigido la vuelta a cifras más racionales. De Sagua la Grande a Santa Clara también subieron las tarifas en el mismo tiempo, como si existiera un pacto muy serio entre camioneros. Al final siempre ganan los choferes y pierden los que viajan detrás. (Si uno pretende realizar un reportaje de investigación sobre el tema va a encontrase con choferes que dicen que a ellos el Estado les subió los impuestos, que el combustible está caro, que a menos de diez pesos la cuenta no da... Y parece que dicen la verdad). 

Mientras tanto, la gente saca cuentas y economiza el salario entre las guaguas de la Terminal y los camiones particulares. A las máquinas van menos, porque las máquinas son para los que tienen familia afuera o un negocio muy próspero o un enfermo en el hospital o una necesidad tremenda. Vamos a los camiones, enrejados o asfixiantes. Lentos. Vulgares. Vamos donde podemos.

lunes, 23 de junio de 2014

Día de lluvia

Desde el balcón uno mira con nostalgia inconfesada el mar que bate la línea artificial de la costa. Esta mañana La Habana parece un fotograma de Memorias del subdesarrollo. Otra vez nos acude la sensación de que la realidad se parece a la ficción y no al revés. 

El mar de leva ha devuelto al Malecón las islas de basura que lanzamos a las aguas. Más adentro, la tempestad y la brisa marina han carcomido los edificios. El salitre diluido en el terral socava los ladrillos, desnudando las estructuras de las casas más antiguas. Centro Habana parece hostil. La suciedad, la peste, la pobreza… también diluyen mis deseos de vivir en La Habana. Dicen que las autoridades encargadas cierran los edificios con riesgo de derrumbe y buscan albergue a los inquilinos, pero, otra vez otras personas se alojan en los mismos cuartos precarios. Viven en medio de la posibilidad del derrumbe, de la muerte.

El tráfico incesante de los autos me hace recordar, por oposición, la tranquilidad del campo. Para alguien que abraza el sosiego de provincia San Lázaro y Galiano —principales arterias del bullicio y del movimiento mecánico— parecen caminos del infierno.

Poco a poco el Vedado se va levantando bajo la lluvia. En la calle 23, centro del habanerocentrismo, un vendedor de periódicos guarece sus diarios de la lluvia sin dejar de vocear: ¡Compre el periódico Granma! ¡Lea el chisme que le levantaron a Despaigne en la página 11…! Por un momento retornamos a La Habana del pasado: cuenta una profesora de Periodismo que antes de la Revolución los voceadores de diarios anunciaban acontecimientos falsos para vender más: ¡Entérese de lo que sucedió en Las Villas!... aunque en Las Villas no había sucedido nada. Al paso, todo va cobrando sentido. Los sucesos insignificantes del presente se atan a otros sucesos insignificantes del pasado, y juntos van tejiendo un entramado de situaciones que probablemente no recordaremos más.

A la altura de la Calle G, donde se reúnen las tribus urbanas, había cesado la llovizna. En un banco húmedo una mujer alzaba la Biblia y leía a su hijo —o a su joven amante— un versículo que condenaba la lujuria. El mismo lugar que ocupan los emos en la noche, sirve de día a un culto cristiano improvisado. Los espacios cambian de aspecto al turno de sus habitantes.

De vuelta al Malecón las olas encrespadas sobrepasan el muro y se lanzan contra la carretera, creando pequeños lagos de agua salada que los carros evitan. Mientras la vida acontece, y tienen lugar los sucesos intrascendentes que atan al presente con el pasado, y los sitios de la ciudad van tomando la naturaleza de las personas que los habitan, y los ladrillos de Centro Habana se van consumiendo con una lentitud secular, comienza a lloviznar nuevamente. Y la gente va guareciéndose como puede en la ciudad hostil. Desde el balcón nos creemos protegidos del mar, hasta que pensamos en el salitre.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Juan del Diablo


Comenzó a llover y nos ordenaron sentarnos contra la pared. La lluvia había interrumpido el trabajo, pero no parecía que iba a demorar tanto como deseábamos.  Un oficial llamó a varios soldados y les dijo que pasaran al interior del edificio, cada uno a su turno. El jefe de la unidad quería hablar con algunos de nosotros en una oficina improvisada. Yo intuí que me llamarían.
Todos, antes que yo, salieron sin saber exactamente qué motivaba al militar. Sería una conversación inesperada y selectiva. Entré.
—Siéntese, me dijo el Teniente Coronel.
—Así que usted va a estudiar periodismo…
—Sí, cuando termine el Servicio.
—Esa es una carrera muy importante. ¿Te dio trabajo cogerla?
—No demasiado, respondí sin muchos deseos de hablar.

A Juan de Dios le habían cambiado el nombre hacía años. Él sabía que los soldados y los suboficiales lo trataban como Juan del Diablo para burlarse de su poder. Yo había creado una imagen suya coherente a ese alias: Satanás castigador. Cuando me senté frente a él, en la oficina a media luz, reconocí en ese hombre odioso la causa de mi pesar. Era negro, alto, flaco. Tenía modales vulgares. Me asustaron sus ojos amarillos de fiera.
Hizo otra andanada de observaciones irrelevantes (Ha comenzado a llover temprano, Tendrán que volver a trabajar mañana…). Entonces soltó el gran asunto:
—Yo creo que tú eres bisexual…
Yo no soy un ser sosegado, pero recurrí a una calma ajena, inesperada.
—No, no soy bisexual. Soy heterosexual.
—A mí me parece que eso es mentira.
—A usted le puede parecer lo que sea. Quien sabe sobre mí soy yo.
—Mira, esta Revolución es tan grande que tiene lugar para todos, incluso para ti. Si confiesas que eres bisexual te vas a otra parte.
—No tengo nada que confesar.
—Párate y cierra las persianas, que me estoy mojando.
Cumplí la orden. En ese instante sentí que la mirada de Juan del Diablo sondeaba con todas sus armas la verdad que, en realidad, era mi mentira. En el aire quedó una metáfora —un deseo quizá— de cierta penetración. Me volví y remató la mirada de arriba abajo.
—Sal, dijo de mala gana.

Después quise rehacer la historia. La sinceridad me habría eximido de dieciséis meses de vida militar. Además, por respeto a mi propia condición la respuesta tenía que haber sido, lo mismo ese día que ahora:
—No, yo no soy bisexual. Soy homosexual, maricón, pájaro. Quizás un día llegue a ser loca de carroza. ¿A dónde me tengo que ir ahora? Por suerte ya no son los tiempos de las UMAP.
Yo realmente no quería ser militar ni portar armas. Antes me negaba y ahora me opongo a la obligatoriedad del Servicio Militar determinado por género y orientación. En aquel tiempo yo prefería inventar cualquier excusa —cualquiera que no fuera la verdad—, para escapar del destino de los varones mayores de 18 años.
Si hubiera usado el pretexto ideal me habrían enviado a La Habana, a trabajar en las brigadas de lucha contra el mosquito aedes aegypti, donde ubicaban siempre a otros muchachos amanerados. De alguna forma, si contaba la verdad reafirmaba los prejuicios relacionados a la debilidad de los maricones. Y yo, joven maricón en el clóset, mentí. ¿Acaso un hombre, una mujer, un maricón, no son lo mismo?

sábado, 19 de abril de 2014

Inventario de la desgracia


En 1819 Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, obispo de La Habana, llegó a Guaracabuya aturdido por la cabalgata de su segunda visita pastoral a la Isla de Cuba. Entonces ya estaba advertido de la pobreza y poca importancia de aquel caserío de la jurisdicción de San Juan de los Remedios del Cayo. 

Con el cuerpo aquejado, después de atravesar los mil pantanos del demonio, el obispo De Espada se apeó con premura de la volanta y accedió al pequeño templo provisto con pinturas de horrible gusto. Bendijo a los presentes y allí mismo mandó a desahuciar las imágenes religiosas. Antes de la partida a mejores destinos prometió honrar a la parroquia con un retrato de su patrón, San Atanasio.

Así, en 1824 llegó la obra que el cura de Guaracabuya se aprestó a ubicar en el altar de la iglesia. El cuadro venía firmado por el pintor neoclásico francés Jean Baptiste Vermay, discípulo de David.

Según el historiador y periodista cubano César García Pons, De Espada había obsequiado una obra demasiado seria a «la aldehuela de Guaracabuya, perdida en los bosques de Remedios».

Y la aldehuela, desgraciada y tenida a menos, perdió el cuadro en 1869, cuando los mambises incendiaron las pocas construcciones levantadas en aquella tierra funesta. La gente mudó definitivamente sus bártulos a Las Placetas. El herrero de la aldea rescató la pintura, la colgó en su choza reconstruida, y la entregó, más tarde, a la Iglesia. La obra pictórica, de valores medianos, se encuentra hoy en los almacenes del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

Pero esa no fue la única ocasión ni circunstancia en que el asentamiento trascendió como pueblo desventurado. En la década de 1940 del siglo XX el historiador remediano José Andrés Martínez-Fortún y Foyo, de visita en la zona, reconoció que el antiguo pueblo había perdido toda su gloria para no recuperarla jamás.

Por su parte, el Jefe Local de Comunicaciones afirmaba a nombre de todos sus coterráneos en una carta a la revista Bohemia en 1949: «Nos sentimos orgullosos de vivir en este olvidado rincón de Cuba, que nuestros antepasados, en aras de la libertad que disfrutamos, supieron entregar a las llamas».

Epílogo
Desde los años de la fundación Guaracabuya puede trazar el círculo de su desgracia. Hay pueblos que nacen predestinados a la desventura; ahora podemos pensar que estos sitios se fundan, nada más, para que la tierra pueda ser nombrada. 

Pudiera complacerme en todas las enumeraciones vulgares, en todas las desdichas cotidianas, en todos los motivos sin poesía: en Guaracabuya no hay puntos de venta en CUC, no hay teléfonos públicos, los caminos se confunden con la maleza y el polvo, la tragedia del transporte nos agobia, no hay guaguas propias, no hay fuentes de empleo, no hay futuro. Será por eso que mis amigos comparan maliciosamente a todos los pueblos del fin del mundo con Guaracabuya.

Me preguntan: ¿qué ha hecho la Revolución en tu pueblo? Dos consultorios médicos y una escuela. Inevitablemente, en este país, en el mundo entero, hay lugares donde se vive mejor y lugares donde se vive peor.

En Guaracabuya se vive al margen. Las minas de oro no han mejorado la vida. La carretera, antaño Camino Real de La Habana, no ha vuelto a ser asfaltada en décadas. La ruta de la «aldehuela» no sigue a ninguna otra parte. Yo quería saber cómo pasaba la vida en los pueblos que están al final del camino.

A mi tía abuela le molesta que hablemos sobre las miserias de hoy. Dice que su papá murió con hambre antes de la Revolución. Ella compara constantemente lo que fue antes y lo que es ahora. Ella no piensa en el futuro.

Pero un día tendremos que dejar de señalar el pasado, si es que siempre llegamos a la conclusión panglosiana de que el presente nos debe conformar.

jueves, 13 de marzo de 2014

Las hermanas art déco

Para Alejandro Castro

Si no fueran tan delgadas, primorosamente delgadas, las hermanas art déco podrían vivir en un cuadro de Tamara de Lempicka. Pero ellas padecen con honor el ángulo, las líneas, los remates escalonados. Parecen tan peleadas del art nouveau...

Sus cuerpos forman amasijos lineales, paralelos, rectos o cortantes. La agudeza de sus terminaciones, el desencanto por la carne, por todos las enjundias, exacerba su postura art déco.

Se unieron hace años, cuando encontraron el parecido común en las decoraciones de sus fisonomías. Ellas, que nacieron carentes de todos los encantos naturales, han ido creándose algunos artificios.

Una de las hermanas partió al sur. Ella, amante de los viejos cuplés, está perdida entre los tangos. La otra quedó triste, frente al balcón de París, sobre la ciudad despojada. Escucha las mismas melodías de siempre, sueña los espectáculos que las llevarán a la fama.


La hermana del sur ahora usa el canotié; con su boa encanta a los hombres del sur. Tiene la elegancia que genera la escasez: carece de todo los espacios tradicionales del placer. La otra hermana padece la espera.

En las grandes avenidas de Santa Fe camina la más delgada. Entre los demás transeúntes ella enarbola la verticalidad, una línea recta ascendente, sin grosor ni curvatura. El vestido de tirantes que lleva es una tela breve, clara y ajustada. Va como un primor por la calle, aunque no haya posado para Vogue ni para Bohemia.
 
Cuando regrese, prodigará besos art déco, renunciará al fasto y retomará la modestia. Soñará otra vez con los cuadros de Tamara de Lempicka, con la vida art déco.

martes, 21 de enero de 2014

Yo disiento de mis padres

¿Para qué saber si es mejor no saber? ¿Para qué hablar si se está muy bien callado? (…) Le decía: deja de pensar, esto no conduce a nada, deja de pensar y comienza a divertirte…
El emperador, Ryszard Kapuscinski

El principal problema de mis padres y de toda su generación tiene que ver con el silencio, o mejor dicho, con el miedo a la expresión. Nacieron en la década de 1960, en medio de la triunfante Revolución Cubana, bajo el sitio del imperio más grande del mundo. Sus propias circunstancias los determinaron como son: seres pragmáticos que prefieren no «meterse en problemas» porque «uno no va a resolver nada». A veces mis padres están de acuerdo conmigo, pero prefieren el silencio, la sobria tranquilidad de las noches plácidas. Un mecanismo humano de sobrevivencia les ayuda a olvidar las tragedias cotidianas —el salario, la carestía, los precios...— para dormir en paz.

Así, yo tengo que debatirme entre la complacencia de ellos y mis convicciones. (Su complacencia tiene que ver con mi bienestar. Mi bienestar tiene que ver con mi pensamiento. Mi pensamiento tiene que ver con mi expresión).

En la Universidad me enseñaron a pensar, y a estas alturas ya no puedo limitar las terribles elucubraciones de mi mente. Necesito causas y efectos, análisis de beneficios, riesgos, contexto, antecedentes y hasta catarsis. Naturalmente no puedo ser panglossianista, y al final, mis padres tampoco: ellos saben que el mejor de los mundos posibles no existe, por lo menos en la realidad.

En los últimos tiempos algunos amigos o conocidos fueron acusados de no ser exactamente revolucionarios, pues habían publicado sus opiniones en internet. Se les ha dicho, una vez más, que están en lo correcto pero en el lugar equivocado. Los inquisidores no saben que este trágico mundo funciona como aldea global, unas cuatro esquinas donde todo se sabe. El filósofo Marshall McLuhan (que perdone mi vulgarización) lo dejó claro en la propia década del 60 del pasado siglo. Internet y las telecomunicaciones convirtieron a este planeta en un espacio barriotero sin secretos, propicio al chisme y a la sospecha. Aquí se supone que no se debe decir para que no se pueda saber. Pero más tarde o más temprano, según la lógica del barrio, todo se sabe en todas partes.

Sin embargo, yo presumo que la confusión está asociada a la semántica: en Cuba hemos ido provocando un desplazamiento en el significado de las palabras revolucionario y disidente. Muchos de los revolucionarios canónicos tienen un discurso anquilosado, defienden a toda costa los principios verticales, por lo general prohíben, censuran o limitan mientras enarbolan las causas más justas. Hay un lujo que no puede darse la revolución: no puede, precisamente, dejar de ser revolucionaria. El trovador Silvio Rodríguez, en su Segunda Cita, dice: «superen la erre de revolución».

Por otro lado, se ha obsequiado el término disidencia a la oposición remunerada. Nadie pensó que disentir es más revolucionario que asentir. La unanimidad parece falsa. En una sociedad necesariamente diversa la contradicción, el debate y la crítica constituyen la única fuente posible de los cambios revolucionarios. Lo otro es la espiral del silencio, o qué sé yo.

Ahora mismo, si me manifiesto en contra de los precios de los automóviles en Cuba (dispuestos hace poco por el Estado), ¿en qué bando me sitúan? ¿Disidente, joven hipercrítico, o revolucionario impenitente? Si critico la terrible relación entre el salario de mi madre y «el precio de la vida», ¿soy inadecuado? 

La principal diferencia entre mis padres y yo tiene que ver con la expresión. Ellos asumieron el mundo que les tocó y punto. Ellos padecen y callan. Yo padezco y no puedo callar. Sin embargo, carne de su carne al fin, los comprendo: mientras escribo yo también tengo miedo.

lunes, 6 de enero de 2014

La Coronela


En la calle principal de Guaracabuya, frente a la piquera de carros añorados, yace en su antiguo asiento La Coronela. Y aunque su casa posee una de las más céntricas ubicaciones, el alcance de su horizonte incluye nada más a unos pocos viajeros del pueblo remoto, y acaso a algún desconocido que siempre aviva los sentidos de la vieja.

A veces, cuando la ven echada en su silla o revelada tras las cortinas de polvo que alzan las volantas, estos viajeros presienten que se trata de una encarnación de la antigua Sibila de Cumas, conocedora de todos los destinos, obligada a la senectud sin la esperanza de la muerte.

Parece que en otro tiempo Antonia Molina fue una mujer magnánima, y temible. Se cuenta que desafió a la autoridad para defender a los trabajadores mal pagados; que se enroló en labores masculinas y superó a los propios hombres; que multiplicó su prole con hijos propios y adoptivos; que fue adúltera sin grandes cargos de conciencia. Aunque ahora casi nadie la recuerda como fue, las noticias de su carácter indomable han dado pie a todas las comparaciones humanas.

Cuando La Coronela, matriarca al fin, necesitaba conseguir el sustento para sus hijos emprendió los trabajos más inesperados. Primero se hizo tractorista de la zafra, después fundó una brigada de poceros y se metió ella misma en las entrañas de las tierras áridas a buscar los manantiales. Dicen que iba y venía en su caballo sin que nadie se atreviera a ofenderla. Poco a poco la mujer fue configurando una figura atípica, casi increíble en aquellas tierras grises donde todo el mundo debe parecerse para ser correcto.

Un día el viejo Carratalá advirtió a dos recién llegados a Guaracabuya: «Aquí no se queden, que vive una Coronela.» El alias impronunciable iba a perdurar para siempre en la memoria, pero solo hoy, en medio de la vejez terrible, cuando dejaron de importar los nombres y valen más las cosas que fueron nombradas, se le puede llamar Coronela.
Tantos años después la mujer analfabeta, la antigua Coronela, la progenitora de una estirpe incontable, reúne latas de aluminio para venderlas a las tiendas de materia prima. Tantos años después, en su casa frente a la piquera, La Coronela marca colas para otros que harán el viaje. A orillas del camino, ella ha insinuado siempre la partida, sin emprenderla jamás.

La Coronela, la recoge latas, la marca colas, la eterna insinuadora del viaje, vive todavía en la calle central de Guaracabuya, escondida detrás de las cortinas insondables de polvo. A veces parece inmóvil. Le brillan los ojos, apenas habla. A la vista de los viajeros casuales sus miembros recobran una parte de la antigua lozanía, y quisieran echar andar más allá de los pueblos tristes.