sábado, 19 de abril de 2014

Inventario de la desgracia


En 1819 Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, obispo de La Habana, llegó a Guaracabuya aturdido por la cabalgata de su segunda visita pastoral a la Isla de Cuba. Entonces ya estaba advertido de la pobreza y poca importancia de aquel caserío de la jurisdicción de San Juan de los Remedios del Cayo. 

Con el cuerpo aquejado, después de atravesar los mil pantanos del demonio, el obispo De Espada se apeó con premura de la volanta y accedió al pequeño templo provisto con pinturas de horrible gusto. Bendijo a los presentes y allí mismo mandó a desahuciar las imágenes religiosas. Antes de la partida a mejores destinos prometió honrar a la parroquia con un retrato de su patrón, San Atanasio.

Así, en 1824 llegó la obra que el cura de Guaracabuya se aprestó a ubicar en el altar de la iglesia. El cuadro venía firmado por el pintor neoclásico francés Jean Baptiste Vermay, discípulo de David.

Según el historiador y periodista cubano César García Pons, De Espada había obsequiado una obra demasiado seria a «la aldehuela de Guaracabuya, perdida en los bosques de Remedios».

Y la aldehuela, desgraciada y tenida a menos, perdió el cuadro en 1869, cuando los mambises incendiaron las pocas construcciones levantadas en aquella tierra funesta. La gente mudó definitivamente sus bártulos a Las Placetas. El herrero de la aldea rescató la pintura, la colgó en su choza reconstruida, y la entregó, más tarde, a la Iglesia. La obra pictórica, de valores medianos, se encuentra hoy en los almacenes del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

Pero esa no fue la única ocasión ni circunstancia en que el asentamiento trascendió como pueblo desventurado. En la década de 1940 del siglo XX el historiador remediano José Andrés Martínez-Fortún y Foyo, de visita en la zona, reconoció que el antiguo pueblo había perdido toda su gloria para no recuperarla jamás.

Por su parte, el Jefe Local de Comunicaciones afirmaba a nombre de todos sus coterráneos en una carta a la revista Bohemia en 1949: «Nos sentimos orgullosos de vivir en este olvidado rincón de Cuba, que nuestros antepasados, en aras de la libertad que disfrutamos, supieron entregar a las llamas».

Epílogo
Desde los años de la fundación Guaracabuya puede trazar el círculo de su desgracia. Hay pueblos que nacen predestinados a la desventura; ahora podemos pensar que estos sitios se fundan, nada más, para que la tierra pueda ser nombrada. 

Pudiera complacerme en todas las enumeraciones vulgares, en todas las desdichas cotidianas, en todos los motivos sin poesía: en Guaracabuya no hay puntos de venta en CUC, no hay teléfonos públicos, los caminos se confunden con la maleza y el polvo, la tragedia del transporte nos agobia, no hay guaguas propias, no hay fuentes de empleo, no hay futuro. Será por eso que mis amigos comparan maliciosamente a todos los pueblos del fin del mundo con Guaracabuya.

Me preguntan: ¿qué ha hecho la Revolución en tu pueblo? Dos consultorios médicos y una escuela. Inevitablemente, en este país, en el mundo entero, hay lugares donde se vive mejor y lugares donde se vive peor.

En Guaracabuya se vive al margen. Las minas de oro no han mejorado la vida. La carretera, antaño Camino Real de La Habana, no ha vuelto a ser asfaltada en décadas. La ruta de la «aldehuela» no sigue a ninguna otra parte. Yo quería saber cómo pasaba la vida en los pueblos que están al final del camino.

A mi tía abuela le molesta que hablemos sobre las miserias de hoy. Dice que su papá murió con hambre antes de la Revolución. Ella compara constantemente lo que fue antes y lo que es ahora. Ella no piensa en el futuro.

Pero un día tendremos que dejar de señalar el pasado, si es que siempre llegamos a la conclusión panglosiana de que el presente nos debe conformar.