martes, 3 de noviembre de 2015

La ingenua vida de una loca con ojos de cristal


Mónica Gisela nunca sabrá que es loca, ni estéril, ni huérfana. Cada día ella lee los periódicos al revés, se reconoce en las fotos de revistas donde no está y habla con su madre muerta mientras se reclina en un taburete devorado por los comejenes.

Su propia casa va siendo reducida poco a poco por las termitas implacables. Su ojo de cristal va haciéndose más grande mientras el resto de su cuerpo se vuelve más pequeño. Sus sillones pierden los balances mientras ella busca leña para mantener el fogón.

Mónica Gisela no sabe cuándo es hoy, o mañana, o antes, o después. Ni sabe que la muerte es por ahora el único final seguro.

Pero ella, por lo menos, conserva el pasado, o el recuerdo del pasado. Cuando era niña los maestros la enviaron de vuelta a su casa porque —tan irascible como era— golpeaba a sus compañeros de aula. Cuando era adolescente perdió el ojo izquierdo en medio de una batahola con su abuelo. El abuelo, con las garras, la dejó tuerta. Cuando era joven sus padres pidieron a los médicos que la hicieran estéril, para que no pudiera procrear otra criatura desquiciada. Para que no conociera el placer.

Mónica Gisela llegó a Guaracabuya después de la muerte de su padre. Los tranquilizantes diarios habían quitado la razón a su madre, que pronunciaba palabras sin voluntad por los rincones de la casa. El día que Angelina iba a morir miró a su hija toda la mañana, lloró incesantemente, y se durmió sin más aspavientos.

En el campo, la joven demente había aprendido a cocinar y a cuidar el ganado. Le habían dicho que tenía que madrugar para ocuparse de las gallinas y de las vacas y de los agricultores. Y todavía sigue madrugando en Guaracabuya, aun cuando lo perdió todo.

El cambio de vida y el trastorno del paisaje han alterado su sentido del tiempo. Ella —desentendida de los relojes— se levanta, almuerza, come, duerme… según avanza el sol sobre su cabeza. Pero esa misma percepción ha sido alterada: Mónica Gisela puede dormir a las cuatro de la tarde y levantarse a los once de la noche, pensando, diciendo, refutando, que ya es mañana.

De madrugada —cuando ella cree que es madrugada— enciende el fogón de leña, hierve la leche, cuela el café, desayuna, desprende a las gallinas ajenas de los palos, y cumple su meticuloso ritual. Toma el ojo en sus manos, se queda tuerta sin guardar las apariencias y lava la pequeña pieza. Después, hace como si recobrara la visión.

Un día Mónica Gisela perdió, por segunda vez, el ojo. Aunque todos fuimos a ayudarle en su búsqueda, no fue hasta una semana después que la pequeña bola de cristal apareció en una grieta del piso, debajo de la cama. Enseguida lo tomó y lo puso en la oquedad de su cara, completando otra vez su anatomía lisiada.

Mónica Gisela aprendió hace muchos años que las mujeres se maquillan. Y ella, tan loca como es, se pone creyón fuera de los labios. Una fuerza incontenible la compulsa a dibujar una boca, una sonrisa, más voluptuosa que la suya propia. Mónica Gisela, cuando se pinta, concibe para sí misma unos labios que no le pertenecen. O sí.

Esta loca rural sueña con estar en Palmas y Cañas, el programa campesino que ha visto toda su vida. Ella misma se reconoce en las mujeres que no son ella, y cree que traspasa la pantalla. Ella misma es incapaz de reconocerse. En el colmo de la locura se cree otra mujer.

Esta loca, loca de nacimiento, desea volver al campo a pastorear animales que murieron, a atender agricultores perdidos, a vivir en su casa que no existe.

Ella no sabe —y no sabrá— que nunca volvemos.


Mónica Gisela en su casa de Guaracabuya.


Nota: La  pintura inicial que acompaña este texto pertenece al norteamericano Henry Darger. Este  artista brut —tan perturbado como era— escribió e ilustró una novela de más de 15 mil páginas.

lunes, 2 de noviembre de 2015

¿A dónde van las máquinas?


Vuelan el camino. Incluso limitadas por su medio siglo resultan más rápidas y más cómodas que las guaguas y los camiones de la terminal, tan pacientes. Las máquinas llegan antes. Se llenan y parten. Sirven a los pasajeros cuando se acabaron otras opciones más baratas. Y cada día valen más.

«Antes te pedían 30 pesos, pero ahora son 40, o 50 cuando es más tarde. Y eso llegó para quedarse —se quejó ante mí una pasajera—. Imagínate, yo voy para Cifuentes y tengo que pagar lo mismo que si fuera para Sagua la Grande...».

«Pero, señora, siempre puede irse en el transporte público…», la provoqué yo. «Mi´jito, cuando no hay transporte público hay que morder aquí. Además, las máquinas son mucho más rápidas, y una tiene necesidad de llegar a tiempo», remató la conversación ella.

En realidad, desde que el Estado Cubano derogara en 2010 las tarifas para el transporte no estatal, los choferes han tenido vía libre para alzar los precios a su conveniencia. Y los precios han subido, por supuesto.

Después de indagar aquí y allá, uno no se cree que exista una justificación exacta, real, para el aumento de las tarifas. Uno, por alguna tendencia a la eterna sospecha, imagina que se trata de una jugada oportunista de los beneficiados.

Los choferes de todas partes dicen, de mala gana, que ellos suben porque toda Cuba sube. «¿En qué país tú vives, chico?», me preguntó uno con sarcasmo esta semana. «Si quieres respuestas mira a tu alrededor y entrevístate tú mismo». «A nosotros nadie nos da petróleo, ni gomas, ni agua ni para el radiador… Tenemos que pagar la patente, la piquera y el seguro social. ¿Entonces?», me emplazó otro más.

Y acaso es una coartada construida entre todos, o es, en definitiva, la verdad.

Según Jorge Sánchez Alfonso, administrador del sector no estatal del transporte en Santa Clara, con la Resolución 399 del 2010 el Ministerio del Transporte otorgó licencia operativa de carácter nacional a todos los transportistas. A la vez, estas disposiciones dejaron sin efecto las tarifas normadas y establecieron la oferta y la demanda en todo el territorio cubano.

Con esto, los precios suben de la mañana al mediodía y a la tarde. «Hoy cada cuentapropista determina el costo directamente con el usuario. Y si uno quiere usar su medio tiene que pagarles lo que pidan. Así, no hay ninguna posibilidad de que el Estado regule las tarifas», explicó Sánchez Alfonso.

Ahora bien, gracias al abandono del Estado, el pretexto de la llevada y traída ley de oferta y demanda vino como anillo al dedo de los transportistas no estatales. Con esa coartada algunos carretoneros aumentaron su tarifa de 3 a 5 pesos, y los choferes de las máquinas elevaron de 30 a 40 pesos la ruta Sagua-Santa Clara, por ejemplo.

Aquí la oferta y la demanda, en la rectitud de su concepto, resulta discutible. Nadie cree a estas alturas que se trata de una oferta negociada, verdaderamente dispuesta por el consenso entre los que sirven y los que buscan un servicio. Se trata, estrictamente, de la única oferta que existe, sin competencia de terceros.

Ningún chofer propone y discute con los pasajeros. Ningún chofer disiente de los demás, gracias a su sólido espíritu grupal (¿de clase emergente?). Los conductores imponen y los pasajeros, a veces sin más remedio, pagan. Si no, se quedan sin montar en el carro de estos tiempos convulsos.

La misma ley no solo permitió que los choferes de Sagua-Santa Clara elevaran sin mucho aspaviento su precio hasta 40 pesos y eventualmente a 50. ¿Quién asegura que mañana no alzarán más las tarifas? En la teoría y en la práctica, ellos pueden.

Pero imagínese también que mañana, pasado mañana, la semana que viene, todo el mundo decida no servirse más de las máquinas. Figúrese que las piqueras en todas partes se queden vacías, con los viejos autos americanos a la expectativa. A pesar de la desgracia para uno mismo que trabaja o estudia, que tiene que llegar a tiempo, que está metido en mil contingencias… si la gente se negara a subir a los coches de 5 pesos y a las máquinas de 40 entonces puede ser que sí, que los carretoneros y choferes tuvieran que fijar un precio más adecuado al salario de los cubanos sin remesas.

Sí. Entonces los pasajeros obligarían a los conductores a atenerse a la demanda real y no al supuesto imperativo creado por ellos mismos, dueños absolutos de las riendas y el timón.

Esta semana, los choferes de Sagua la Grande —reticentes, indispuestos ante mis preguntas— alegaron que ellos tienen que pagar la patente (350 pesos mensuales), la piquera (50 pesos) y la seguridad social. «¿Con eso, hijo, cómo no vamos a subir el precio?», se defendieron.

Palabras, palabras… En un solo viaje, de una ciudad a otra, ellos pueden recaudar conservadoramente 240 pesos. Y en un solo día cada vehículo hace varios recorridos, de manera que la ganancia crece hasta una cifra alta e imaginable. Los choferes suben —y subirán más— mientras el Estado observa.

De paso por todas partes, en medio de la gran multitud de viajeros contrariados que surgen aquí y allá, también apareció una sospechosa defensora de los conductores. En su reaccionario alegato la mujer se opuso, incluso, a otros viajeros: «Ellos —los choferes de las máquinas— son los dueños de su transporte. El que tenga dinero que pague, y el que no, que no viaje», remató con ímpetu.

A estas alturas ya sé a dónde van las máquinas, pero no sé a dónde vamos nosotros.