Su propia casa va siendo reducida poco a poco por las termitas implacables. Su ojo de cristal va haciéndose más grande mientras el resto de su cuerpo se vuelve más pequeño. Sus sillones pierden los balances mientras ella busca leña para mantener el fogón.
Mónica Gisela no sabe cuándo es hoy, o mañana, o antes, o después. Ni sabe que la muerte es por ahora el único final seguro.
Pero ella, por lo menos, conserva el pasado, o el recuerdo del pasado. Cuando era niña los maestros la enviaron de vuelta a su casa porque —tan irascible como era— golpeaba a sus compañeros de aula. Cuando era adolescente perdió el ojo izquierdo en medio de una batahola con su abuelo. El abuelo, con las garras, la dejó tuerta. Cuando era joven sus padres pidieron a los médicos que la hicieran estéril, para que no pudiera procrear otra criatura desquiciada. Para que no conociera el placer.
Mónica Gisela llegó a Guaracabuya después de la muerte de su padre. Los tranquilizantes diarios habían quitado la razón a su madre, que pronunciaba palabras sin voluntad por los rincones de la casa. El día que Angelina iba a morir miró a su hija toda la mañana, lloró incesantemente, y se durmió sin más aspavientos.
En el campo, la joven demente había aprendido a cocinar y a cuidar el ganado. Le habían dicho que tenía que madrugar para ocuparse de las gallinas y de las vacas y de los agricultores. Y todavía sigue madrugando en Guaracabuya, aun cuando lo perdió todo.
El cambio de vida y el trastorno del paisaje han alterado su sentido del tiempo. Ella —desentendida de los relojes— se levanta, almuerza, come, duerme… según avanza el sol sobre su cabeza. Pero esa misma percepción ha sido alterada: Mónica Gisela puede dormir a las cuatro de la tarde y levantarse a los once de la noche, pensando, diciendo, refutando, que ya es mañana.
De madrugada —cuando ella cree que es madrugada— enciende el fogón de leña, hierve la leche, cuela el café, desayuna, desprende a las gallinas ajenas de los palos, y cumple su meticuloso ritual. Toma el ojo en sus manos, se queda tuerta sin guardar las apariencias y lava la pequeña pieza. Después, hace como si recobrara la visión.
Un día Mónica Gisela perdió, por segunda vez, el ojo. Aunque todos fuimos a ayudarle en su búsqueda, no fue hasta una semana después que la pequeña bola de cristal apareció en una grieta del piso, debajo de la cama. Enseguida lo tomó y lo puso en la oquedad de su cara, completando otra vez su anatomía lisiada.
Mónica Gisela aprendió hace muchos años que las mujeres se maquillan. Y ella, tan loca como es, se pone creyón fuera de los labios. Una fuerza incontenible la compulsa a dibujar una boca, una sonrisa, más voluptuosa que la suya propia. Mónica Gisela, cuando se pinta, concibe para sí misma unos labios que no le pertenecen. O sí.
Esta loca rural sueña con estar en Palmas y Cañas, el programa campesino que ha visto toda su vida. Ella misma se reconoce en las mujeres que no son ella, y cree que traspasa la pantalla. Ella misma es incapaz de reconocerse. En el colmo de la locura se cree otra mujer.
Esta loca, loca de nacimiento, desea volver al campo a pastorear animales que murieron, a atender agricultores perdidos, a vivir en su casa que no existe.
Ella no sabe —y no sabrá— que nunca volvemos.
Mónica Gisela en su casa de Guaracabuya. |
Nota: La pintura inicial que acompaña este texto pertenece al norteamericano Henry Darger. Este artista brut —tan perturbado como era— escribió e ilustró una novela de más de 15 mil páginas.