miércoles, 14 de mayo de 2014

Juan del Diablo


Comenzó a llover y nos ordenaron sentarnos contra la pared. La lluvia había interrumpido el trabajo, pero no parecía que iba a demorar tanto como deseábamos.  Un oficial llamó a varios soldados y les dijo que pasaran al interior del edificio, cada uno a su turno. El jefe de la unidad quería hablar con algunos de nosotros en una oficina improvisada. Yo intuí que me llamarían.
Todos, antes que yo, salieron sin saber exactamente qué motivaba al militar. Sería una conversación inesperada y selectiva. Entré.
—Siéntese, me dijo el Teniente Coronel.
—Así que usted va a estudiar periodismo…
—Sí, cuando termine el Servicio.
—Esa es una carrera muy importante. ¿Te dio trabajo cogerla?
—No demasiado, respondí sin muchos deseos de hablar.

A Juan de Dios le habían cambiado el nombre hacía años. Él sabía que los soldados y los suboficiales lo trataban como Juan del Diablo para burlarse de su poder. Yo había creado una imagen suya coherente a ese alias: Satanás castigador. Cuando me senté frente a él, en la oficina a media luz, reconocí en ese hombre odioso la causa de mi pesar. Era negro, alto, flaco. Tenía modales vulgares. Me asustaron sus ojos amarillos de fiera.
Hizo otra andanada de observaciones irrelevantes (Ha comenzado a llover temprano, Tendrán que volver a trabajar mañana…). Entonces soltó el gran asunto:
—Yo creo que tú eres bisexual…
Yo no soy un ser sosegado, pero recurrí a una calma ajena, inesperada.
—No, no soy bisexual. Soy heterosexual.
—A mí me parece que eso es mentira.
—A usted le puede parecer lo que sea. Quien sabe sobre mí soy yo.
—Mira, esta Revolución es tan grande que tiene lugar para todos, incluso para ti. Si confiesas que eres bisexual te vas a otra parte.
—No tengo nada que confesar.
—Párate y cierra las persianas, que me estoy mojando.
Cumplí la orden. En ese instante sentí que la mirada de Juan del Diablo sondeaba con todas sus armas la verdad que, en realidad, era mi mentira. En el aire quedó una metáfora —un deseo quizá— de cierta penetración. Me volví y remató la mirada de arriba abajo.
—Sal, dijo de mala gana.

Después quise rehacer la historia. La sinceridad me habría eximido de dieciséis meses de vida militar. Además, por respeto a mi propia condición la respuesta tenía que haber sido, lo mismo ese día que ahora:
—No, yo no soy bisexual. Soy homosexual, maricón, pájaro. Quizás un día llegue a ser loca de carroza. ¿A dónde me tengo que ir ahora? Por suerte ya no son los tiempos de las UMAP.
Yo realmente no quería ser militar ni portar armas. Antes me negaba y ahora me opongo a la obligatoriedad del Servicio Militar determinado por género y orientación. En aquel tiempo yo prefería inventar cualquier excusa —cualquiera que no fuera la verdad—, para escapar del destino de los varones mayores de 18 años.
Si hubiera usado el pretexto ideal me habrían enviado a La Habana, a trabajar en las brigadas de lucha contra el mosquito aedes aegypti, donde ubicaban siempre a otros muchachos amanerados. De alguna forma, si contaba la verdad reafirmaba los prejuicios relacionados a la debilidad de los maricones. Y yo, joven maricón en el clóset, mentí. ¿Acaso un hombre, una mujer, un maricón, no son lo mismo?

1 comentario:

  1. Recordé que un día, sentados junto a la Iglesia de Paula, me hiciste este cuento. En aquel momento tuve ganas de abrazarte, o más bien de abrazar a aquel muchacho apocado que ya no eres, que no vas a ser nunca más. Historias como estas, Alejandro mío, podemos contarlas todos (aunque yo, francamente, tuve mucha más suerte que otros tantos amigos homosexuales). Yo sé que un día serán solo eso: historias. Para eso luchas, Alejandro. Para eso luchamos. Un abrazo bien fuerte. Te quiero mucho, y sé que lo sabes...

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