Mostrando entradas con la etiqueta Sociedad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Sociedad. Mostrar todas las entradas

lunes, 18 de abril de 2016

Milagros en todas partes



Nunca imaginé que ningún texto mío llegaría a atraer la atención de tantos lectores. Ni que superaría el límite entre las pantallas frías y la vida común. Desde la publicación de La soledad de la mujer pez en OnCuba, el 15 de abril pasado, he recibido mensajes —por Facebook, por gmail, por sms, de unas a otras personas y hasta mí— desde América del Sur, Estados Unidos y Europa, sin contar con el enorme aluvión de correos de cubanos y cubanas residentes o no en la Isla.

Todo el mundo quiere ayudar a Milagros desde cualquier parte. Cada quien desea enviar cuanto pueda: ropas, alimentos, otros bienes… Ayer, una maestra de Guaracabuya se ofreció voluntariamente a enseñarla a leer y a escribir. Hace unas horas un maestro de La Habana dijo también que estaba dispuesto a alfabetizarla, sin preguntar si quiera cuán lejos estaba Guaracabuya de la capital.

A cada momento aparecen nuevos ofrecimientos desde nuevas regiones de Cuba o del mundo. Alguien me llamó desde Dallas, Texas. Varias personas que nacieron en Guaracabuya y conocieron a Milagros crearon un gofundme en internet. A estas horas han logrado recaudar 65 dólares de un total de 5 000. Desde Estados Unidos, también, me dijeron que el texto y las imágenes cada vez llegaban a más personas. Me cuesta decir que “se habían vuelto virales”.

Puede que la imagen de Milagros haya conmovido a todos en todas partes. Puede que la fatalidad de ella haya servido para experimentar la propia fatalidad de uno, por insignificante que sea. O no sé —ni ahora mismo estoy tan interesado en hallar las causas de esta reacción. Milagros ha conmovido a decenas de personas que desean hacer alguna cosa, cualquier cosa concreta desde cualquier parte.

Pero, también hay que decirlo, Milagros solo ha conmovido cuando apareció en los medios y en las redes sociales. Antes no existía. Por supuesto, antes casi nadie sabía ni se imaginaba que existía. Aún así, un amigo me advierte que Milagros no es la única persona que necesita ayuda en Cuba. “Hay muchas más personas, lo que pasa es que ahora Milagros ha causado interés porque está en los medios”, precisa.

Y él tiene toda la razón. Pero después que cedí a escribir la historia no tengo el derecho de negar a nadie su contribución a Milagros. Es verdad, también, que tengo miedo. No sé cómo mantener las cuentas claras, no sabría cómo desempeñarme, ni sé cuál es la mejor manera de hacer llegar el dinero y los recursos hasta Milagros si yo, nada más, soy periodista. Por otro lado, su único hermano en capacidades mentales plenas —Bruno— padece cáncer y no podrá hacer tanto como quisiera.

Yo no pretendo —ni quiero, ni podría— sustituir a las instituciones cubanas encargadas de atender a Milagros. Espero que la noticia de que ella existe llegue a todas partes adonde deba llegar, o tendré que llevarla yo mismo. Salud Pública y Bienestar Social deben encargarse de una vez de Milagros, puesto que sus hermanos, por las razones que sean, no pueden.

Es inevitable que ahora yo comience a recibir dinero donado a Milagros. Y me pregunto dónde termina mi deber como periodista y donde comienza una labor humanitaria que no me compete a mí. ¿O sí?

En definitiva, aclaro: lo que llegue hasta a mí será entregado a Bruno y, de mutuo acuerdo, proveeremos a Milagros de los bienes que más necesita. Pero la prioridad será insertarla en el sistema cubano de Salud Pública para que sea operada y pueda aprender a leer y a escribir. Otra vez: yo no pretendo sustituir a ninguna institución que deba asumir la responsabilidad. Nosotros las “agitaremos”, si es preciso, para que reaccionen. Y ellas deberán asumir. Y ellas deberán actuar.

Nosotros —yo, como cualquiera de ustedes— acompañaré a Milagros hasta donde pueda, contaré la historia y fundaré mis esperanzas en que no vuelva a ser necesario otro reportaje de esta naturaleza en OnCuba, en que nadie más —nunca— necesitará a otro periodista.

La soledad de la mujer pez



…como algo ante lo que uno tiene que quitarse la mirada
Lina de Feria

En unos pocos meses Milagros Guerra Vila cumplirá 57 años. Si mira atrás, un día tras otro, un día interminable, tendría que sufrir. Si mira adelante, ciega como está, no alcanzaría a ver ningún futuro. Pero ella no maldice las circunstancias, no culpa a los humanos, no responsabiliza a Dios, no se compadece a sí misma. Uno tiene la odiosa certidumbre de que Milagros, entre las cuatro paredes de su casa sin luces, alcanza una parte de felicidad. Y uno, por oposición a todas las razones posibles, sabe que las medias esperanzas de ella dejan sin sentido el conflicto banal de todos los demás. De un tajazo.

Milagros nació en 1959, en Guaracabuya. El centro geográfico de la Isla había sido siempre un destino fatal para nacer, incluso en el año de la Revolución victoriosa. Ella nació con ictiosis, una enfermedad que reseca la piel. Donde debía tener la epidermis tersa, tiene la cubierta escamosa de los peces. Nació sin pelos, con colmillos exagerados, con párpados al revés.

Enseguida la maledicencia culpó a su madre por el fruto de su vientre: dicen unos que Consuelo Vila, en un intento desesperado por detener el ascenso de su prole, bebió petróleo. Y otros más, apelando al principio de la crueldad universal, recuerdan que todo el mundo tiene lo que se merece: si antaño Consuelo no hubiera calmado la lujuria de sus patrones tampoco hubiera contraído el mal. Pero lo contrajo, y enfermó la sangre que enfermó al feto. Como quiera que sea, el lunes 7 de septiembre de 1959, a la luz de las cuatro de la tarde, la niña inconcebible nació. Y su madre, para protegerla, la dejó en casa.

Milagros no tenía ninguna discapacidad física diferente al estigma de su piel escamosa. Y por esa marca, y porque los otros niños le temían, y porque los adultos preferían evitarla, no entró a las aulas ni tuvo maestros ambulantes. Aunque la campaña de alfabetización enseñó a leer y a escribir a miles de personas, ella sigue analfabeta. Hasta 2010 apenas existía: por más de 50 años una tarjeta de menor —y nada más— aseguraba ante las leyes que Milagros había nacido, y que vivía olvidada en un barrio de Guaracabuya.

El día que Bruno, el hermano, solicitó la prueba actual de su existencia, Milagros no acudió a la oficina del carné de identidad. No firmó. No estampó su dedo en el papel. Como si no fuera —como si nunca hubiera sido— un ser lógico. Milagros no se imagina qué mundo existe después que se diseminan las últimas casas en el paisaje rural de Guaracabuya.

Bruno, médico veterinario, supone que ella padece cataratas. Pero, ciega como está, sola como vive, Milagros no es capaz de llegar hasta el oftalmólogo. Todos sus hermanos, incapaces, agobiados en sus propias desgracias de vida o muerte, temen subirla a un superbús. Dicen que asusta a los niños. Dicen que ni siquiera los médicos quieren verla.


***
Volví a llegar a su casa, después de varios años. Hablé para que me reconociera. Y otra vez, al instante, recordó que yo le temía, que le “salí huyendo” cuando era un niño. Esquivé el recuerdo. Ahora nada le alegra más que las visitas, las pocas, poquísimas visitas que recibe.

—Entonces, dime: ¿qué quieres saber de la vida mía?, se adelantó enseguida.
—¿Por qué no fuiste a la escuela?
—A mí me hubiera gustado ir. Mi mamá puso a mis hermanos en la escuela, pero a mí nunca me llegó a poner. Como yo digo, si no me llevó, que me hubiera puesto a alguien aquí en la casa que me enseñara a leer y a escribir. Ya, a estas alturas con la vista que tengo no puedo aprender a leer y ni a escribir, ni a discutir…
“Mi mamá a lo mejor lo hacía para que los muchachos no se burlaran de mí o algo, a lo mejor ella lo hacía por eso…”
—¿Pero tú sí querías ir? ¿A ti te hubiera gustado…?
—A mí sí me hubiera gustado. Antes yo cogía las libretas y me hacía la idea… Yo escribía siempre algún numerito… y a veces me guiaba por otro papel y escribía. Si yo aprendí sola a cocinar y aprendí a lavar, aprendí a coser…
—¿Y cómo fue tu infancia, si no pudiste ir a la escuela? 
—Ná´, vivía normalmente aquí, trabajando, barriendo, fregando...
—¿No te gustaba salir a jugar con otros niños, salir al barrio?
—Yo jugaba con las muchachitas de una vecina. Una de ellas a veces hacía el papel de maestra y se ponía a darme clases. Mira, si ella no se hubiera ido pa´La Habana, me hubiera enseñado a leer.
—¿Tú sentiste alguna vez que la gente te rechazaba?
—Sí, alguna gente sí. Una vez vino una artista a cantar aquí en Guaracabuya y no sé si es que me cogió miedo, o no sé... Y una vez, en una fiesta, había una muchacha que cada vez que me veía cogía y se escondía. Pero no importa, otras me saludaban, y me abrazaban y me daban besos.
—Ya tú no vas a las fiestas. ¿Te gustaría ir de nuevo?
—Ah, eso es lo que más quisiera yo. Mira, mis hermanos salen por la noche y yo me quedo solita aquí. Yo cojo y tiendo la cama y me acuesto a las 9:00 de la noche, porque ¿qué hago yo aquí sentada?, sola aquí…
—¿Y volver a ver? ¿Eso no es lo que más tú quisieras también?
—Bueno, si tengo posibilidad y el médico ve que puedo operarme. Si no, seguiré así hasta… A mí lo que más me gustaría es tener la vista bien, ser independiente de mí misma, no tener que estar arreguindá´ de nadie. A mí me gusta hacerme mis cosas.
—Milagrito, ¿nunca te has enamorado?
—Mira, te voy a decir una cosa: hombres, enamorados, he tenido yo unos cuantos.
—¿Y se lo has confesado?
—Bueno, se lo he demostrado de otras formas.
—¿Cómo?
—Cuando los abrazaba les daba muchos besos.
—Dime ahora, ¿qué te hubiera gustado estudiar?
—¿Estudiar? Bueno, si yo te dijera una cosa: ya que tanto me han dicho que yo soy una abogada, me hubiera gustado estudiar leyes.
***


nadie hablará de ti pero te quedas
Lina de Feria

Hace un par de años, Consuelo Vila se levantó con fatigas. Se arregló como pudo y caminó a rastras hasta el consultorio médico de la familia. No volvió jamás a su casa: murió por descuido, por vejez, por malnutrición. No tuvo tiempo, aunque fuera en agonía, para asegurar el futuro de su hija.

Sin la madre, el círculo alrededor de Milagros comenzó a cerrarse. Hace poco, a partir de la restricción nacional de las gratuidades “no justificadas”, ella perdió su pensión por concepto de asistencia social. Y aunque en ese momento desesperado Bruno logró que le transfirieran los 240 pesos del retiro de su padre extinto, Milagros no clasifica en la categoría de “asistenciada social” porque según “los papeles” su hermano Lázaro —un hombre tarado que la amenaza con “meterla en el asilo”— recibe una pensión bajo aquel mismo techo.

“Si no entrara ningún salario en el núcleo entonces se le abriría un expediente y se le aprobaría una chequera de asistencia social. Ya una vez ella tuvo esa pensión, pero se la quitaron antes de que yo trabajara aquí”, recuerda Marisleidys Batista Carvajal, la trabajadora de Bienestar Social encargada de los “casos más necesitados” de Guaracabuya.

Aun así, en las vidas más adversas la incoherencia fundamental entre el desamparo mismo y las categorías creadas para proteger a los desamparados, no alcanza ningún sentido. La burocracia no vale nada cuando el miedo común a “lo nunca antes visto” ya apartó a Milagros del sistema de Salud Pública. Ningún enfermero, ningún doctor, ningún asistente social de ningún hospital, se encarga habitualmente de ella: ni Milagros va al médico, ni el médico (especialista) viene a Milagros.

“Ella —dice Bruno sin alejarse de su hermana— no es un caso normal, aunque no quiera entenderlo. Milagros no puede salir en una guagua por ahí pa´llá cogiendo polvo, porque tiene los párpados abiertos. Si de todas formas yo la montara en el superbús, ¿qué haría todo el mundo? La gente la rechaza, los vejigos empiezan a dar gritos; es un espectáculo. Ella necesita un vehículo que la lleve y que la traiga”.

“Hace tiempo —prosigue Bruno— yo vi a un médico y me dijo que iba a venir por acá, pero nada. Figúrate, a nadie más le duele esta muela”.

Ahora mismo la ambulancia de Milagros no viaja hasta Guaracabuya. Ni los médicos de ninguna parte saben que existe una mujer con los párpados demasiado abiertos, con la piel demasiado seca y escamosa. Ni ella, la doliente, está demasiado interesada en su destino: qué puede hacer —a estas alturas— el pez fuera del agua. Se va, deja la conversación. Comienza a barrer la casa oscura, a tientas.

Como todos los domingos Bruno trae unos pocos alimentos: maní, azúcar, yuca pelada, plátanos maduros, arroz para los pollos. Se va pronto y Milagros vuelve a la escena goyesca de siempre: lanza los frijoles crudos sobre la mesa en penumbras. Por el más básico instinto de sobrevivencia tira cada (supuesto) frijol al caldero. Reconoce las semillas con sus dedos y no piensa que morirá sin haber sido amada jamás. Aparta las piedras y elude su vida sin milagros. Tantea el fuego y olvida que la condenaron cuando nació.


En 2009, después de enviar cartas a todas las instancias posibles, Consuelo Vila consiguió que el Gobierno le construyera una casa a su hija.

Cada domingo, siempre que pueda, Bruno visita a Milagros. Ahora, por desgracia, el buen hermano padece cáncer.



lunes, 2 de noviembre de 2015

¿A dónde van las máquinas?


Vuelan el camino. Incluso limitadas por su medio siglo resultan más rápidas y más cómodas que las guaguas y los camiones de la terminal, tan pacientes. Las máquinas llegan antes. Se llenan y parten. Sirven a los pasajeros cuando se acabaron otras opciones más baratas. Y cada día valen más.

«Antes te pedían 30 pesos, pero ahora son 40, o 50 cuando es más tarde. Y eso llegó para quedarse —se quejó ante mí una pasajera—. Imagínate, yo voy para Cifuentes y tengo que pagar lo mismo que si fuera para Sagua la Grande...».

«Pero, señora, siempre puede irse en el transporte público…», la provoqué yo. «Mi´jito, cuando no hay transporte público hay que morder aquí. Además, las máquinas son mucho más rápidas, y una tiene necesidad de llegar a tiempo», remató la conversación ella.

En realidad, desde que el Estado Cubano derogara en 2010 las tarifas para el transporte no estatal, los choferes han tenido vía libre para alzar los precios a su conveniencia. Y los precios han subido, por supuesto.

Después de indagar aquí y allá, uno no se cree que exista una justificación exacta, real, para el aumento de las tarifas. Uno, por alguna tendencia a la eterna sospecha, imagina que se trata de una jugada oportunista de los beneficiados.

Los choferes de todas partes dicen, de mala gana, que ellos suben porque toda Cuba sube. «¿En qué país tú vives, chico?», me preguntó uno con sarcasmo esta semana. «Si quieres respuestas mira a tu alrededor y entrevístate tú mismo». «A nosotros nadie nos da petróleo, ni gomas, ni agua ni para el radiador… Tenemos que pagar la patente, la piquera y el seguro social. ¿Entonces?», me emplazó otro más.

Y acaso es una coartada construida entre todos, o es, en definitiva, la verdad.

Según Jorge Sánchez Alfonso, administrador del sector no estatal del transporte en Santa Clara, con la Resolución 399 del 2010 el Ministerio del Transporte otorgó licencia operativa de carácter nacional a todos los transportistas. A la vez, estas disposiciones dejaron sin efecto las tarifas normadas y establecieron la oferta y la demanda en todo el territorio cubano.

Con esto, los precios suben de la mañana al mediodía y a la tarde. «Hoy cada cuentapropista determina el costo directamente con el usuario. Y si uno quiere usar su medio tiene que pagarles lo que pidan. Así, no hay ninguna posibilidad de que el Estado regule las tarifas», explicó Sánchez Alfonso.

Ahora bien, gracias al abandono del Estado, el pretexto de la llevada y traída ley de oferta y demanda vino como anillo al dedo de los transportistas no estatales. Con esa coartada algunos carretoneros aumentaron su tarifa de 3 a 5 pesos, y los choferes de las máquinas elevaron de 30 a 40 pesos la ruta Sagua-Santa Clara, por ejemplo.

Aquí la oferta y la demanda, en la rectitud de su concepto, resulta discutible. Nadie cree a estas alturas que se trata de una oferta negociada, verdaderamente dispuesta por el consenso entre los que sirven y los que buscan un servicio. Se trata, estrictamente, de la única oferta que existe, sin competencia de terceros.

Ningún chofer propone y discute con los pasajeros. Ningún chofer disiente de los demás, gracias a su sólido espíritu grupal (¿de clase emergente?). Los conductores imponen y los pasajeros, a veces sin más remedio, pagan. Si no, se quedan sin montar en el carro de estos tiempos convulsos.

La misma ley no solo permitió que los choferes de Sagua-Santa Clara elevaran sin mucho aspaviento su precio hasta 40 pesos y eventualmente a 50. ¿Quién asegura que mañana no alzarán más las tarifas? En la teoría y en la práctica, ellos pueden.

Pero imagínese también que mañana, pasado mañana, la semana que viene, todo el mundo decida no servirse más de las máquinas. Figúrese que las piqueras en todas partes se queden vacías, con los viejos autos americanos a la expectativa. A pesar de la desgracia para uno mismo que trabaja o estudia, que tiene que llegar a tiempo, que está metido en mil contingencias… si la gente se negara a subir a los coches de 5 pesos y a las máquinas de 40 entonces puede ser que sí, que los carretoneros y choferes tuvieran que fijar un precio más adecuado al salario de los cubanos sin remesas.

Sí. Entonces los pasajeros obligarían a los conductores a atenerse a la demanda real y no al supuesto imperativo creado por ellos mismos, dueños absolutos de las riendas y el timón.

Esta semana, los choferes de Sagua la Grande —reticentes, indispuestos ante mis preguntas— alegaron que ellos tienen que pagar la patente (350 pesos mensuales), la piquera (50 pesos) y la seguridad social. «¿Con eso, hijo, cómo no vamos a subir el precio?», se defendieron.

Palabras, palabras… En un solo viaje, de una ciudad a otra, ellos pueden recaudar conservadoramente 240 pesos. Y en un solo día cada vehículo hace varios recorridos, de manera que la ganancia crece hasta una cifra alta e imaginable. Los choferes suben —y subirán más— mientras el Estado observa.

De paso por todas partes, en medio de la gran multitud de viajeros contrariados que surgen aquí y allá, también apareció una sospechosa defensora de los conductores. En su reaccionario alegato la mujer se opuso, incluso, a otros viajeros: «Ellos —los choferes de las máquinas— son los dueños de su transporte. El que tenga dinero que pague, y el que no, que no viaje», remató con ímpetu.

A estas alturas ya sé a dónde van las máquinas, pero no sé a dónde vamos nosotros.

jueves, 9 de octubre de 2014

El género, la muñeca y el cintillo

Esta mañana en una tienda de Santa Clara un niño que todavía no cumplió diez años lloraba con estridencia. Al escuchar con atención, apartando los sollozos, todo el mundo alrededor supo que el niño era infeliz, como son infelices tantos niños que jamás obtienen los juguetes que desean. Pero este niño, buen niño, deseaba un juguete posible, un entretenimiento que la aparente economía de su familia podía costear. Sin embargo, el juguete posible es, a veces, el juguete prohibido. El niño, nuestro niño, reclamaba para sí una muñeca Barbie, que además, venía empaquetada junto a su pareja, un hombre tan estilizado como ella misma.

La abuela estaba dispuesta a complacer cualquier extravagante deseo del nieto conque no fuese el que efectivamente era. Cualquier juguete, cualquier diversión, cualquier precio, menos la muñeca. En medio de una multitud indetenible, al centro del ajetreo de gente que buscaba en cajones desordenados chancletas pares, la señora espetó sin contemplación:
—Tú eres macho… y los machos no juegan con muñecas.

Nuestro pobre niño, a su edad, aún no comprendía qué límites impone ser macho. Seguía la perreta, mientras se negaba el juguete, la muñeca, el goce. Y la abuela, perpleja ante tanta insistencia, tuvo que repetirle al niño, repetirse a ella, repetirle a la gente, repetirle al mundo entero que el niño era macho, y los machos no juegan con muñecas, los machos juegan con carros y pistolas, y las hembras (ah, las hembras) juegan con muñecas. Y tú no eres hembra.

Nuestro machito, limitado para siempre, deseaba un juguete, que era, a la vez, un modelo de personas heterosexuales, blancas, estilizadas y occidentales. Pero frente al prejuicio él solo era macho y la muñeca era la muñeca y la abuela sabía que los machos no juegan con muñecas. Y nada más importaba. Yo me fui de la tienda art déco, tan felizmente decorada con las garzonas de Conrado Massaguer, y el niño infortunado seguía llorando.

***
Ayer me acomodé un cintillo plástico en la cabeza para impedir que el pelo me molestara sobre la cara. Mi sobrino, asombrado ante esa imagen, preguntó a todos en la casa: «¿Y los machos usan cintillos?»

Anoche, cuando tocaron a la puerta mi madre me pidió que dejara a un lado el cintillo. Al principio dijo: «Luces horrible», y aclaró un momento después: «Nunca he visto a ningún hombre con cintillo». «He visto a miles», respondí.

Y ahora también he visto que el cintillo ha de ser prenda vedada para los varones, a pesar de su utilidad. Se inventó para las mujeres, no para mí. Dios mío… un simple cintillo plástico sin adornos ni flores ni flecos. Aunque, dígase la verdad, si tuviera adornos y flores y flecos quizás sería mejor.

Ha de ser que en alguna parte de alguna escritura sagrada que rige nuestra vida está escrito que los niños no jugarán con muñecas y los hombres no usarán cintillos, por una cuestión natural, dada, que precede al ser humano. Pero una niña tendrá para sí todas las muñecas del mundo, aunque representen inalcanzables modelos de belleza, aunque reproduzcan, per saecula saeculorum, roles de género injustos y desiguales.

En el mundo del género, que es, en definitiva, nuestro mundo, algunos asumen naturalmente el prejuicio. Otros se oponen. Y también hay algunos héroes/heroínas: travestis que transgreden las normas, y que no son ni lo uno ni lo otro, y son las dos cosas, y son nada y lo son todo. Y hacen las calles. Y quizás jugaron con muñecas. Y usan cintillos. Y les importa o no les importa el género. Pero lo desafían.   

viernes, 27 de junio de 2014

Camiones

Hay que viajar en camión. En cualquier camión particular que preste servicio en las terminales intermunicipales cubanas. Más allá del resultado básico —llegada tardía y cansancio múltiple— uno tendrá la oportunidad de padecer una experiencia alentadora. Digo esto basado en la lógica que plantea que las vivencias negativas siempre exaltan otras vivencias menos negativas; es decir, en este caso, el camión eleva la (dudosa) comodidad de los ómnibus Yutong e, incluso, la ortopedia insoportable de las guaguas Girón.

Los camiones recorren todas las carreteras; cubren todas las rutas. Habrá poquísimos sitios de Cuba a donde no lleguen. Hay camiones de todas las formas y apariencias: viejos Chevrolet, Ford y Dodges adaptados a las nuevas (no tan nuevas) circunstancias, guarandingas engendradas a partir de antiquísimos aparatos, camiones cerrados que exacerban la claustrofobia y camiones abiertos y enrejados como jaulas, camiones que disponen de lonas desplegables para que no te mojes si llueve  y camiones sin lona para que te mojes si llueve, camiones con muchos asientos y otros con muy pocos, camiones calurosos y frescos camiones que estropean el peinado. Por supuesto, hay algunos camiones veloces que viajan por carreteras donde se cruzan con otros camiones lentos, muy lentos.
               
Ahora sí, la experiencia nos lleva a comprobar que la gente, sobre los camiones, llega a ser más comunista que nunca. Después de las sacudidas, de los frenazos intempestivos, de las paradas por iniciativa propia del chofer, la masa proletaria se va acomodando: uno sobre el otro, la otra sobre el uno, todos sobre todas y viceversa. Los pasajeros comparten el sudor ajeno, la causa común, el cielo de zinc. Por lo general todos se unen en un frente cerrado contra el chofer que, por hacer el bien a los que están abajo, sube a uno y a otra y a muchos más, mientras va haciendo el mal a los que están arriba. Y la gente protesta hasta que alguien contradice las razones de los inconformes: «Si tú estuvieras botado en el medio de la carretera seguro querrías que te recogieran». Así queda zanjada la pugna entre los que están arriba y los que están abajo. Y sucede el abrazo colectivo, íntimo, sobre el camión.

En todos los camiones una mujer carga a un niño y un hombre cede un asiento (también podría ser al revés) y alguien se hace el loco y se niega a dar el puesto y alguien más dice que los tiempos están perdidos, que no hay cortesía, que para qué la gente va a la universidad… Hasta que todos se reconcilian otra vez por la causa común, bajo el cielo de zinc, y los ánimos se bajan. Y también, alguien siempre alude al embarazo, para decir que hay demasiada apretazón. Y Fulanita tiene que decirle a Menganito que por favor se separe, que está demasiado cerca. 

La gente, en realidad, no viaja en camiones porque quiere. Sucede que los Chevrolet, los Ford, los Dodge… son los vehículos de trasportación humana más baratos después de los ómnibus de la Terminal (entiéndase por esto guaguas Girón, superbuses, algunas guarandingas multifuncionales que todavía existen, e improbables guaguas de Transmetro que nunca están programadas oficialmente). La gente empezó a adaptar estos aparatos —camiones norteamericanos de los años 50— en medio del Período Especial, cuando el transporte público se derrumbó.

Por su parte, las personas que viven en los municipios y trabajan en las cabeceras provinciales no pueden viajar a diario en camiones, pues la tarifa también se ha actualizado (es decir, alzado) más o menos recientemente. Antes, por ejemplo, viajar en camión de Placetas a Santa Clara costaba cinco pesos cubanos. Hace pocos años los choferes subieron el precio a diez pesos, sin que ninguna autoridad pertinente haya exigido la vuelta a cifras más racionales. De Sagua la Grande a Santa Clara también subieron las tarifas en el mismo tiempo, como si existiera un pacto muy serio entre camioneros. Al final siempre ganan los choferes y pierden los que viajan detrás. (Si uno pretende realizar un reportaje de investigación sobre el tema va a encontrase con choferes que dicen que a ellos el Estado les subió los impuestos, que el combustible está caro, que a menos de diez pesos la cuenta no da... Y parece que dicen la verdad). 

Mientras tanto, la gente saca cuentas y economiza el salario entre las guaguas de la Terminal y los camiones particulares. A las máquinas van menos, porque las máquinas son para los que tienen familia afuera o un negocio muy próspero o un enfermo en el hospital o una necesidad tremenda. Vamos a los camiones, enrejados o asfixiantes. Lentos. Vulgares. Vamos donde podemos.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Juan del Diablo


Comenzó a llover y nos ordenaron sentarnos contra la pared. La lluvia había interrumpido el trabajo, pero no parecía que iba a demorar tanto como deseábamos.  Un oficial llamó a varios soldados y les dijo que pasaran al interior del edificio, cada uno a su turno. El jefe de la unidad quería hablar con algunos de nosotros en una oficina improvisada. Yo intuí que me llamarían.
Todos, antes que yo, salieron sin saber exactamente qué motivaba al militar. Sería una conversación inesperada y selectiva. Entré.
—Siéntese, me dijo el Teniente Coronel.
—Así que usted va a estudiar periodismo…
—Sí, cuando termine el Servicio.
—Esa es una carrera muy importante. ¿Te dio trabajo cogerla?
—No demasiado, respondí sin muchos deseos de hablar.

A Juan de Dios le habían cambiado el nombre hacía años. Él sabía que los soldados y los suboficiales lo trataban como Juan del Diablo para burlarse de su poder. Yo había creado una imagen suya coherente a ese alias: Satanás castigador. Cuando me senté frente a él, en la oficina a media luz, reconocí en ese hombre odioso la causa de mi pesar. Era negro, alto, flaco. Tenía modales vulgares. Me asustaron sus ojos amarillos de fiera.
Hizo otra andanada de observaciones irrelevantes (Ha comenzado a llover temprano, Tendrán que volver a trabajar mañana…). Entonces soltó el gran asunto:
—Yo creo que tú eres bisexual…
Yo no soy un ser sosegado, pero recurrí a una calma ajena, inesperada.
—No, no soy bisexual. Soy heterosexual.
—A mí me parece que eso es mentira.
—A usted le puede parecer lo que sea. Quien sabe sobre mí soy yo.
—Mira, esta Revolución es tan grande que tiene lugar para todos, incluso para ti. Si confiesas que eres bisexual te vas a otra parte.
—No tengo nada que confesar.
—Párate y cierra las persianas, que me estoy mojando.
Cumplí la orden. En ese instante sentí que la mirada de Juan del Diablo sondeaba con todas sus armas la verdad que, en realidad, era mi mentira. En el aire quedó una metáfora —un deseo quizá— de cierta penetración. Me volví y remató la mirada de arriba abajo.
—Sal, dijo de mala gana.

Después quise rehacer la historia. La sinceridad me habría eximido de dieciséis meses de vida militar. Además, por respeto a mi propia condición la respuesta tenía que haber sido, lo mismo ese día que ahora:
—No, yo no soy bisexual. Soy homosexual, maricón, pájaro. Quizás un día llegue a ser loca de carroza. ¿A dónde me tengo que ir ahora? Por suerte ya no son los tiempos de las UMAP.
Yo realmente no quería ser militar ni portar armas. Antes me negaba y ahora me opongo a la obligatoriedad del Servicio Militar determinado por género y orientación. En aquel tiempo yo prefería inventar cualquier excusa —cualquiera que no fuera la verdad—, para escapar del destino de los varones mayores de 18 años.
Si hubiera usado el pretexto ideal me habrían enviado a La Habana, a trabajar en las brigadas de lucha contra el mosquito aedes aegypti, donde ubicaban siempre a otros muchachos amanerados. De alguna forma, si contaba la verdad reafirmaba los prejuicios relacionados a la debilidad de los maricones. Y yo, joven maricón en el clóset, mentí. ¿Acaso un hombre, una mujer, un maricón, no son lo mismo?

lunes, 4 de noviembre de 2013

Ómnibus Nacionales: ¿La ruta del Mal?


Casi todos los viajeros cubanos saben que en la terminal de ómnibus de La Habana se «resuelve» un pasaje a cualquier destino por cinco dólares más el precio establecido para la ruta. Casi todos los que parten de la terminal interprovincial de Santa Clara saben que unos billetes de más «consiguen» el pasaje a cualquier punto de la geografía isleña. Casi todo el que viaja sabe que Ómnibus Nacionales padece el Mal.

Puede que los pasajes se hayan agotado tres meses o tres días antes, pero si usted tiene el dinero contante y sonante abordará la Yutong que sea, adonde sea. Tiene el Mal una pequeña reserva de asientos en el viaje de los humanos.

Aunque Ómnibus Nacionales se reordenó hace poco, parece que toda mejora se limita al cambio de nombre y de logo de la empresa, pues nada esencial, aparentemente, nos indica orden. Cuando la periodista Leydi Torres Arias evidenció con gracia y profesionalidad el maltrato sufrido por ella, ya sabíamos que Ómnibus Nacionales padecía el Mal.

Oscar Salabarría Martínez estudia periodismo en la Universidad Central de Las Villas y viaja a menudo hasta Jatibonico. Él, urgido de llegar a casa, prefiere entregar un «dinerito» por encima a las taquilleras, al jefe de turno o al expendedor/a del pasaje para asegurar su puesto en la ruta Santa Clara-Sancti Spíritus o Habana-Jatibonico. El dinero siempre se comparte –aclara él- entre todos los implicados. «Si no hay posibilidad de pasar el billete sin llamar la atención, la taquillera disimula, va al baño, y ahí hay que entregárselo”, termina mi amigo, compañero del Mal.

La crónica de viaje


El pasado jueves 24 de octubre, el periodista Maykel González Vivero y yo nos dirigíamos al VIII Evento Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre, en Cienfuegos. Viajaríamos en el ómnibus Yutong 2946 de la ruta Santa Clara-Cienfuegos, turno 7:40 a.m. Mi compañero había comprado un pasaje con antelación, pero yo debía anotarme esperanzadamente en la lista de espera (ocupé el número uno). Ante mi inquietud el anotador informó que ya no había posibilidad de viajar en la salida de las 7:40 a.m., aun cuando yo ocupara el primer número de la lista. La crónica de viaje –pensamos– iba a comenzar en ese momento.

¿Por qué no había posibilidad de viajar en aquella Yutong? Si ocurría un fallo de última hora, ¿yo no podría ocupar el asiento disponible? Con esa pregunta recurrí a la trabajadora de la taquilla de información, que me sugirió hablar con el chofer. Entonces, uno de los choferes me aseguró que no podría montar en la guagua si en la taquilla no me vendían un pasaje como se establece, y me indicó dirigirme al jefe de turno en el salón de espera de los pasajeros.

Allí, dos trabajadores se encargaban de los trámites. Ante mi solicitud el chequeador me entregó un número para comprar el pasaje. Y el jefe de turno, dirigiéndose a mí, espetó sin reparos: «Ahora tienes que pagarle a él». Sí, quiso decir: pagarle algo más de lo establecido por la tarifa oficial de precios. Cuando regresé de la taquilla, con mi pasaje comprado, todavía el señor esperaba en la puerta de salida para recibir su «pago». En definitiva, él me había «resuelto» un pasaje que no existía y yo debía retribuir su bondad. Yo, mal agradecido, me negué a pagar y abordé el ómnibus.

Pero, en la guagua había ¡17 asientos vacíos! Si se reservan seis para el tramo (tres para Esperanza y tres para Ranchuelo, como aseguró el chofer reticente) sobran 11 asientos. Mire usted: a mí me querían cobrar sobreprecio por un pasaje disponible. Lo peor: anotado en la lista de espera nunca iba a ser llamado. La situación se debe a un entramado de funcionarios, trabajadores, choferes y burócratas de la Empresa Ómnibus Nacionales, que unidos, estafan a los clientes de la manera más expedita (¿o se trata de desidia?).

En primer lugar, niegan a los pasajeros el derecho legítimo a viajar según el turno correspondiente de la lista de espera. En segundo lugar, y gracias a la situación que ellos mismos favorecen, exigen un sobreprecio que termina en sus bolsillos. Inconcebible: una guagua abandona la terminal con 17 capacidades libres y los pasajeros son burlados. ¿Los trabajadores de Ómnibus Nacionales conocen los lineamientos de la política económica de Cuba? ¿Saben los infractores que están cometiendo una ilegalidad penada por la ley?

A los ciudadanos comunes, de a pie, nos molesta el engaño. ¿Tiene que ser el hombre el lobo del hombre? Maykel González y yo redactamos y entregamos la queja respectiva en la dirección provincial de Viajeros y de Ómnibus Nacionales. Las autoridades competentes ya investigan; nosotros esperamos la respuesta definitiva, colofón de este reportaje.

Ahora algunas personas me asegurarán que nunca debí escribir esta entrada: bastaba quejarse en la dirección de las empresas implicadas. Yo no escribo, nada más, por este caso: no se trata únicamente de una experiencia aislada y personal. Así nada hubiera escrito. Me acusarán de generalizar, de difamar a una empresa por el fallo casual de un día. Sin embargo, nosotros sabemos que la historia se repite. Basta oír a los que viajan.

Algunos amigos me piden que no me desgaste en una queja, que «deje eso». Alegan que una persona no va a cambiar nada. Puede ser… todo puede ser.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Telegrama a Guaracabuya

En el siglo XXI casi nadie se comunica por telegramas. Hace años que la gente abandonó el estilo telegráfico, y el romanticismo de las cartas, y el olor a tinta, y el papel. Esta es la época de los mensajes de texto (SMS), tan contraídos y escasos. A mí, las peculiares condiciones de la fatalidad me obligan a telegrafiar a mi madre a menudo. A mis amigos les provoca gracia. Alguien me preguntó: ¿Todavía existen los telegramas?
Aunque ninguna dimensión física considerable se interpone, entre Guaracabuya y Santa Clara —entre mi madre y yo— se abre un espacio inabarcable. Entre la ciudad y la aldea remota se levantan muros indescifrables que separan a dos mundos maniqueos: el progreso y al atraso, la comunicación y la incomunicación, el SMS y el telegrama. 
En Guaracabuya más de 2000 habitantes disponen de 16 teléfonos, estatales y residenciales. La red telefónica no está digitalizada; ni siquiera se puede acceder a los servicios básicos de Etecsa. El correo electrónico no existe. Internet es un quimera imposible que muy pocos conocen vagamente, como en el recuerdo de un sueño que no ha sido.
En la aldea podrían funcionar las señales de humo; sin embargo, los celulares apenas captan las señales en el aire. Hace poco, una señora dispuesta a comunicarse con su hijo subía al techo de la piquera en medio de un espectáculo pueblerino. Solo allí el móvil alcanzaba la señal indispensable. 
Por mi parte, escribo telegramas que una agente postal entregará a mi familia. En cualquier punto de Cuba el mensaje manuscrito se introduce en el sistema de Correos, y se recupera luego en su destino, y se dicta por teléfono, y se escribe otra vez, con tinta, como al inicio. Así quedan fijados el día y la hora de mi llamada telefónica.
La oficina local de correos de Guaracabuya, que antaño disponía de una vieja máquina de escribir, ahora está desprovista de todas las tecnologías arcaicas o recientes. Envío un telegrama desde Sagua la Grande. Mamá, estoy bien. ¿Dónde queda Guaracabuya? –preguntó la funcionaria sagüera del Correo. Te llamo mañana… ¿Allí hay computadora? No. Entonces… ¿lo dictan por teléfono? Sí. Besos, Alejandro.
Gracias a la conexión digital el telegrama vuela el espacio hasta Placetas. Allí, la antípoda de la agente sagüera levanta el teléfono y marca a Guaracabuya. Espera, que anoto. Mamá estoy bien te llamo mañana... vesos Alejandro. ¿Es todo? Nada más.
La agente postal de Guaracabuya escribe en una hoja de libreta común. El telegrama llega hasta mi madre con la caligrafía de la mujer, con algunos errores ortográficos, sin signos de puntuación. En Sagua, me dijeron, los telegramas se entregan mecanografiados, dentro de un sobre que protege la privacidad del mensaje. En Guaracabuya parecen menos serios. En realidad, están más cerca del recado que de otra cosa.
¿Cuánta gente se comunica hoy por telegramas? Según mi papá, jefe de una agencia municipal de correos, cada día las personas acceden menos a ese servicio. Ni siquiera hay muchas cartas que repartir. En este año, por ejemplo, nadie más que yo ha enviado telegramas a Guaracabuya, una aldea donde todo resulta anacrónico.
En el siglo XIX, cuando el correo tenía mejores medios que hoy, el paisano Ysidoro Domínguez se quejaba, disgustadísimo, porque los periódicos llegaban con considerable atraso a los suscriptores de Guaracabuya. Más de un siglo después los diarios llegan sin apuro, no hay teléfonos públicos, y escribo telegramas a mi madre.

Telegrama de Ysidoro Domínguez


martes, 20 de agosto de 2013

La sociedad no está preparada

La sociedad no está preparada para aceptar a los homosexuales, se dice por ahí. Pueden existir, se acota, pero sin demasiadas manifestaciones, sin alterar ciertos supuestos de la familia burguesa que nos hacen tan felices. Nadie debe pensar que estamos haciéndole propaganda favorable a la homosexualidad.

¿Qué le vamos a decir a los niños? Los niños no entienden la homosexualidad. ¡Dios mío, y si lo ven naturalmente, y mañana les da por hacerse gais! Es mejor que se mantengan apartados de ese asunto. ¿Qué tú eres? Macho. ¿Qué tú eres? Macho. ¿Cuántas novias tienes? Cinco. ¿Qué les vas a hacer? Eso mismo. ¿De qué tamaño la tiene el niño? Dile que te coja… Oye, los niños no barren. Oye, los niños no tocan las muñecas. Las niñas son las que limpian la casa… Los niños van a trabajar y buscan el dinero. Oye, no juegues con eso, que te van a decir maricón. ¡Suelta esa muñeca!

Este mundo está patas arriba. Antes los homosexuales se tenían que esconder, y ahora andan por la calle, se dan la mano y hasta se besan. Óyeme, que no respetan a nadie. No les da pena. Dice la Biblia que se verán horrores. Ya se están viendo. La peor desgracia que me puede tocar es un hijo maricón.

¡Y la televisión, y los periódicos, promocionando la homosexualidad! ¿Tú te has fijado que en todas las novelas hay personajes homosexuales? Eso esa culpa de la hija de Raúl Castro. Este país está al revés.

Menos mal que en el ICRT están cortando las series que le gustan a mi hijo. ¿Tú viste el video de Buena Fe? El de las dos muchachas que dejan a los novios y se dedican a aquello. En Lucas siempre lo cortan, menos mal. En este país van de lo sublime a lo ridículo: antes estaba prohibido y ahora quieren que todo el mundo sea homosexual.

Yo no sé adónde vamos a llegar. A este ritmo, nos vamos a quedar sin población. Porque a mí no me importa lo que haga nadie con su cuerpo, pero que lo hagan entre cuatro paredes y que no salgan por ahí a exhibirse. Como dice el refrán, cada cual que haga con su pellejo lo que le dé la gana.

¿Quién le dijo a nadie? Esta sociedad no está preparada. Ahora los homosexuales se casan en un montón de países. Pero eso no puede pasar aquí. ¿Quién dijo que eso era natural? La homosexualidad está contra Dios, contra la familia y contra la especie humana. Desde el principio fue así: hombre con mujer y mujer con hombre. Lo otro es un disparate, una aberración.

Oye, no me des la mano, que me da pena. Que no vean. Se van a dar cuenta. La gente se va a reír de nosotros. Deja que se rían. Yo te quiero. No me importa lo que diga la gente. No me importa si la sociedad está preparada o no. Me da lo mismo, porque la juventud estaba perdida desde Platón. Tú y yo nos cogemos la mano. No voy a esperar más.

Cierto que la sociedad nunca estará preparada para aceptar a los homosexuales, nunca será el mejor momento. Las leyes se adelantan o se atrasan, como va pasando en todo el mundo. En Cuba, aplastadas por el machismo, por la sociedad patriarcal, por el pasado homofóbico, por la gestión gubernamental dudosa, por la inercia… vienen en un barco que no llega. Pero la realidad es más objetiva que las leyes. Habrá homosexuales, aunque no haya leyes.

viernes, 5 de julio de 2013

La universidad precaria


I. Del debate habitual con mis compañeros, y del soliloquio concienzudo sobre la realidad inmediata, accedo invariablemente al campo de la intriga: ¿Cómo una madre —mi madre— costea los gastos de su hijo en la universidad si apenas gana trescientos pesos cubanos (-300) al mes?  Por una parte resulta evidente: el hijo no paga la carrera, ni los libros, ni la beca, ni la comida. Por otra, la madre debe comprarle ropas, zapatos, productos de aseo personal y alimentos. Como si fuera poco, ella también tiene que proveer el hogar y ocuparse de sus propios gastos.

Hay un hecho innegable: hasta aquí el hijo estudia Periodismo porque quiere, se preparó y aprobó las pruebas de aptitud sin pagar por ingreso ni matrícula a la Universidad. En la mayoría de los países, a diferencia de Cuba, tendría que sufragar el acceso a la educación superior. En fin: el hijo, yo, puede estudiar, únicamente, de manera gratuita.

De todas formas me mantengo dudoso. ¿Cómo mi mamá compra las ropas que necesito?, si un pantalón en las tiendas recaudadoras de divisa vale entre 20 y 25 CUC, un pulóver cuesta entre 7 y 10, y un par de zapatos de 17 en adelante (la calidad es directamente proporcional al precio). Hasta aquí, aunque no consideré las eventuales rebajas, fui conservador con los precios y nada más valoré las principales prendas de vestir. En la mayoría de los casos una pieza de ropa sobrepasa el salario de mi mamá en un mes. Aunque en la realidad objetiva, y no en los cálculos simplistas, uno entra al aula vestido de pies a cabeza obvié la sumatoria total. La cuenta y el salario son incompatibles. No solución, decíamos en la Primaria. 

Una pregunta siempre suscita otras: ¿Quién pone el precio en las tiendas recaudadoras de divisa? ¿Quién le paga a mi mamá? ¿No hay ningún vínculo entre uno y otro? ¿Cómo te pueden pagar tan poco si te cobran tanto por los productos de primera necesidad?

II. Recientemente un lector escribió en el diario Granma que «los precios aprobados por las entidades estatales tienen una política (…) que no es irracional y se basa en métodos científicos»¹. Ese cubano piensa, además, que la canasta básica es suficiente para vivir. En una especie de masoquismo irracional (eso sí) el lector que opina en Granma defiende los actuales precios y se incluye entre los que viven con su salario. Agrega (¿con ingenuidad? ¿con cinismo?) que «el precio alto ayuda al uso racional de los recursos», lo que, por experiencia propia, significa y provoca carencias materiales de todo tipo.

III. Volvamos a la universidad, puesto que las polémicas se diversifican y nos apartan del fin de este comentario. Para muchos estudiantes (si juzgo a mis conocidos de la facultad) la situación económica de sus familias resulta menos compleja. La ayuda material y financiera que reciben del extranjero les ahorra preocupaciones y les otorga mayor solvencia. Pero otra parte significativa de los estudiantes no se incluyen en esas estadísticas ventajosas.

Ese mismo por ciento beneficiado, por lo general, tiene laptop o computadora de escritorio. Y aunque los profesores no te exigen que entregues ninguna tarea mecanografiada (a estas alturas todavía se pueden presentar los trabajos de curso manuscritos, incluso la tesis), la mayor parte de la bibliografía está en formato digital y los profes poseen la información más actualizada en su memoria USB. ¿Cómo se puede entonces acceder y consultarla? Las computadoras del laboratorio son insuficientes. Se rompen y hay cola. Mi madre me pregunta qué solución buscan los que no tienen ni una ni otra PC. Casi todo el mundo usa la del tío que fue de misión (Tío, sácame del río), o la del vecino «buenagente», o la del amigo solidario. Hay, por supuesto, un margen entre «Casi todo el mundo» y «Todo el mundo».

Al final de cada semestre los estudiantes recurren a los particulares que se dedican al negocio de la impresión, fructífero en los predios académicos. Pero algunos hasta limitan sus ideas y desarrollan brevemente sus puntos de vista para emplear menos cuartillas en sus trabajos de curso, y pagar menos.

IV. Alguna vez, en una reunión con las altas esferas de la casa de altos estudios, escuché que la Universidad Central consume la misma cantidad de alimentos que un municipio pequeño de Villa Clara por concepto de canasta básica. Sin embargo, más de la mitad de la comida que los estudiantes deberían aprovechar en su alimentación termina en los desperdicios. Cientos de libras de granos (arroz y chícharo invariablemente) se pierden. El picadillo y el «revoltillo plástico»² de importación completan el menú por lo general, pero insípidos y mal cocinados, casi nadie los come. Si los alimentos estuvieran bien elaborados (y bien presentados) uno pudiera ingerirlos por lo menos con estoicismo, porque a estas alturas, con tanta escuela becada por medio, al paladar no le quedan remilgos. 

V. Si no entras al comedor, niño fino, siempre encontrarás a un paso los puestos de venta de alimentos del sector privado. Los vendedores particulares estudiaron la demanda y ahora proponen habilidosas ofertas que los benefician únicamente a ellos. Las chucherías tienen precios altos, están mal elaboradas; ni alimentan ni satisfacen el apetito de nadie. Pero tanto los restaurantes del Estado como los particulares piden más de 10 pesos por el plato de comida. Y uno tiene que engañar al hambre donde más barato resulte.

VI. Conscientes de nuestra economía precaria mi mamá y yo ahorramos al máximo. Aunque celebramos la actualización del modelo económico cubano, objetivamente nos mantenemos al margen: aunque ahora se pueden comprar carros no soñamos adquirir ninguno; aunque se pueden comprar casas no podríamos mudarnos a ninguna más confortable; aunque ahora se puede acceder a Internet en los telepuntos de ETECSA, para nosotros significaría un lujo imposible. Simplemente no podemos. Mi mamá se ha enfocado: hace falta que te gradúes, me dijo.

Entonces, sin que nada cambie como en un sueño, sumaré los trescientos cuarenta y cinco pesos (345) que pagan a los egresados de Periodismo a los apenas trescientos (-300) de mi mamá. Da lo mismo, si al fin y al cabo los graduados de la universidad acaso tienen la certeza que vivieron sus mejores años cuando estudiaban y eran jóvenes, rebeldes, optimistas.
    
_____________________

¹ S. Gutiérrez Pérez, En defensa de precios no engañosos, en periódico Granma, 28 de junio de 2013, Sección Cartas a la dirección, p. 11.   

² Los estudiantes universitarios llaman «revoltillo plástico» al polvo que, agregado al agua en ebullición aumenta de volumen y produce grumos semejantes al revoltillo común. Dicen que se trata de huevo procesado, importado de Europa. No parece sazonado ni sabe bien, según el paladar de los estudiantes cubanos.   

lunes, 6 de mayo de 2013

Nuestra Belleza Latina


Nuestra Belleza Latina es emigrada o nació en los Estados Unidos. Si no, quiere cumplir el sueño americano. Nuestra Belleza Latina debe ser hispanoparlante pero a veces le cuesta pronunciar en español. Nuestra Belleza Latina es una joven linda que desea trabajar en la televisión. Nuestra Belleza Latina casi siempre ha vencido las contrariedades de la vida para llegar a la competencia e intentar convertirse en la Reina de la Belleza del sur de este continente.

Nuestra Belleza Latina nunca soñó que podría entrar en el concurso y ganar. La pobre, tenía que trabajar, mantener a la familia, cuidar a la madre enferma… Nuestra Belleza Latina quiere regalarle a su abuelita, antes de que parta definitivamente de este mundo, su corona. ¡Qué dulce!

Nuestra Belleza Latina debe bailar, cantar, actuar, aunque lo haga mal. No sabemos si nuestra Belleza Latina va a la universidad. Pero no importa, porque las televisoras hispanas de los Estados Unidos le abrirán el camino al futuro. 

Nuestra Belleza Latina debe ser maestra del show para que Osmel Sousa no le pique el pase. Mientras más dramatice, mejor para ella. Mientras más espectacular sea, mejor para las ventas y para los televidentes aburridos. Mientras más pobre, engañada y sufrida parezca, más cerca estará de la corona. Por suerte, en esta vida los lindos y desdichados también tienen derecho a la felicidad que propicia Univisión. (La premiada será bendecida con un cuarto de millón de dólares). Es cierto, algunas discapacitadas físicas, y hasta lesbianas hacen show, pero no ganan, todavía no pueden ganar. 

Si en el pasado Nuestra Belleza Latina publicó fotos calenticas en internet un grupo de especialistas del periodismo y las redes sociales las sacarán a la luz. Si explica y convence al jurado y a los espectadores se quedará en la competencia, pero si es una «perra cachonda» se va. La que permanece gana miles de seguidores que le vieron las mejores partes.

Nuestra Belleza Latina debe enfrentar a otras contrincantes insidiosas que la quieren en el piso. Cuando se corone habrá soportado varias semanas de comentarios «venenosos» que la denigran. Tanta fortaleza, señores, debe ser premiada.

Nuestra Belleza Latina generalmente tiene el sueño de encontrar a un galán de telenovela que la quiera y la admire por su belleza. Ella misma se convertirá en la primera actriz de las telenovelas hispanas. Nuestra Belleza Latina admira a Laura Sin Censura y a la Doctora Ana María Polo. Nuestra Belleza Latina quiere salir en Sal y Pimienta, aunque le pese.

Se supone que Nuestra Belleza Latina, por ser latina, sea amerindia. Pero si no lo es, no importa: no encasillemos a las chicas, pues al fin y al cabo a nosotros nos conquistaron los europeos. Y los quechuas y los aymaras hoy son un remanente histórico casi inexistente. 

Nuestra Belleza Latina se llama Rigoberta Menchú, pero no va a ganar. 


Nota: Pido perdón por mis prejuicios.

martes, 23 de abril de 2013

Chancletas

Mi abuelo las llamaba chinelas. En el oriente cubano les dicen cutaras. La mayoría las conoce como chancletas. En mi infancia las usé de goma, espuma y plástico. Alguna vez, incluso, me calcé un par de madera. Sabrá Dios dónde las encontré.

Hace poco me compré un par de dupés, la marca brasileña que adquirió carácter genérico en Cuba y denomina, junto a las hawaianas, uno de los calzados más popularizados en los últimos tiempos en esta Isla. La gente las exhibe en todas partes con variedad de colores y diseños gráficos. Con banderas. Con paisajes. Con dibujos surrealistas…

Pero no me compré cualquier par de dupés: son las primeras que pude pagar con mis ganancias personales, es decir, mi primer sueldo se fue en unas chancletas. Es decir, una semana de trabajo en el Diario de la Feria de Santa Clara, se cambió por un par de chancletas. Es decir, todas las coberturas que hice, todas las entrevistas, crónicas e informaciones que escribí durante una semana sin descanso, se convirtieron en un par de chancletas dupé de 10 CUC.

Atinadamente me cuestionan: ¿por qué no compraste unas más baratas? Respondo: porque las tiendas estatales estaban desabastecidas, porque estas son mejores, porque duran más… No las compré porque están a la moda, las compré porque no tenía otras que comprar.

¿Quién las vende? Una pequeña red monstruosa de mercaderes de la ciudad que eliminó toda competencia entre sí. Los negociantes diseccionaron el mercado y desmembraron la venta para ajustar precios únicos. En la calle más comercial de Santa Clara solo uno tiene chancletas en venta. No te queda otra alternativa que comprarle. Nadie tiene otras propuestas, nadie rebaja porque, las llevas o las dejas, sin otra opción.

Luzco mis dupés como un premio: en definitiva son 250 pesos cubanos que gané escribiendo. El periodismo no es nada del otro mundo como creen las viejitas de Guaracabuya. El periodismo también es un medio de subsistencia.

Por el momento los mercaderes cubanos no piensan rebajar los precios. Será mejor que mis chancletas duren hasta la próxima Feria del Libro, si hay diario, si escribo, si me pagan.