martes, 23 de abril de 2013

Chancletas

Mi abuelo las llamaba chinelas. En el oriente cubano les dicen cutaras. La mayoría las conoce como chancletas. En mi infancia las usé de goma, espuma y plástico. Alguna vez, incluso, me calcé un par de madera. Sabrá Dios dónde las encontré.

Hace poco me compré un par de dupés, la marca brasileña que adquirió carácter genérico en Cuba y denomina, junto a las hawaianas, uno de los calzados más popularizados en los últimos tiempos en esta Isla. La gente las exhibe en todas partes con variedad de colores y diseños gráficos. Con banderas. Con paisajes. Con dibujos surrealistas…

Pero no me compré cualquier par de dupés: son las primeras que pude pagar con mis ganancias personales, es decir, mi primer sueldo se fue en unas chancletas. Es decir, una semana de trabajo en el Diario de la Feria de Santa Clara, se cambió por un par de chancletas. Es decir, todas las coberturas que hice, todas las entrevistas, crónicas e informaciones que escribí durante una semana sin descanso, se convirtieron en un par de chancletas dupé de 10 CUC.

Atinadamente me cuestionan: ¿por qué no compraste unas más baratas? Respondo: porque las tiendas estatales estaban desabastecidas, porque estas son mejores, porque duran más… No las compré porque están a la moda, las compré porque no tenía otras que comprar.

¿Quién las vende? Una pequeña red monstruosa de mercaderes de la ciudad que eliminó toda competencia entre sí. Los negociantes diseccionaron el mercado y desmembraron la venta para ajustar precios únicos. En la calle más comercial de Santa Clara solo uno tiene chancletas en venta. No te queda otra alternativa que comprarle. Nadie tiene otras propuestas, nadie rebaja porque, las llevas o las dejas, sin otra opción.

Luzco mis dupés como un premio: en definitiva son 250 pesos cubanos que gané escribiendo. El periodismo no es nada del otro mundo como creen las viejitas de Guaracabuya. El periodismo también es un medio de subsistencia.

Por el momento los mercaderes cubanos no piensan rebajar los precios. Será mejor que mis chancletas duren hasta la próxima Feria del Libro, si hay diario, si escribo, si me pagan.

miércoles, 3 de abril de 2013

Lista de espera



He vuelto mil veces a la lista de espera. Me gustan los viajes y por desprevenidos mi mejor alternativa ha sido la expectación, el aburrimiento, el desasosiego en las terminales. Prefiero las travesías interminables y nocturnas; imagino que el tren o la guagua nunca llegarán a su destino, que seguirán por siempre en marcha, sin llegar a ninguna parte, sin tener la obligación de bajarme en ningún sitio.

No sé por qué idea romántica me atraen los viajes. Quizás porque la vida cambia cuando cambiamos de sitio, porque en cada lugar los acontecimientos transcurren de formas diferentes. Porque viajar permite eludir el final, la meta, las consecuencias. Creo, como Sastre, en la posibilidad otra, en la vida que no será cuando elegimos libremente una diferente.

La carretera —imprescindible en el viaje— es un misterio. Siempre lleva a otra parte, y a veces, a otra vida. Cuando era soldado en el Servicio Militar Obligatorio podía divisar durante mis guardias la carretera futura, que se perdía vadeando una montaña agreste, y se me antojaba como adelanto del destino, un posible camino a la felicidad. Allí la vida tenía que ser diferente. Yo quería escapar.

Últimamente he pensado en la espera inevitable del viaje. Mucha gente aguarda por la persona o el suceso que les cambiarán la vida. Otras mantienen la expectativa por los nimios acontecimientos diarios, que no son trascendentales. Una cola, por ejemplo. Y a veces la vida se va mientras aguardamos.

Así, mi viejo amigo Tomás espera, como el coronel que no tiene quien le escriba, un reconocimiento que no llegará nunca. Me entregó el periódico para que yo reinterpretara los hechos y le explicara luego. Pero no tuve nada que decir. El papel era conciso y claro.

La expectativa a veces es injusta. La gente puede concluir su viaje mientras. Y se aguarda lo mismo por el pan, que por el hijo próximo, o por las leyes. Y hay atrasos fatales que aletargan la vida.

No sé por qué he divagado hasta aquí, si comencé por los viajes preferidos. Quizás tengo un deseo inconfesado de emprender la travesía —a riesgo de ser inconexa e incoherente— hacia mi centro.

Foto: Yuris Nórido