lunes, 2 de diciembre de 2013

Los sueños de la fortuna


Se corrió una vez por Guaracabuya la voz de que mi abuela tenía sueños premonitorios. La gente murmuraba que Marisel Moya conocía las claves de los azares posibles en los días por venir. Pero no era ella, sino Dios o la providencia astral quienes determinaban el objeto, el tiempo, y el beneficiario de la comunicación.

Por algún tiempo mi abuela fue la intermediaria de la fortuna. Cuando la familia sobrevivía al Período Especial ella desarrolló aquel don inescrutable, como una adaptación a la severidad de los tiempos. En cada sueño una voz divina la instruía: «Tu familia necesita dinero; aquí tienes el número de mañana; sácatelo y ayuda a tus parientes». Los avisos se repetían a menudo, y ella cumplía entonces las indicaciones del Más Allá. En contra de las leyes humanas se volvió frecuente de las casas de juego.

La suerte de la vieja vidente se hizo fama. Cabilla, el colchonero del pueblo, la interpeló un día: 

—Marisel, a mí me dijeron que usted sabe el número que va a salir todos los días… Vengo a pedirle que me venda sus sueños. Le prometo que nada de lo que yo haga la afectará; voy a ir hasta Cabaiguán a jugarme el número de la suerte, lejos de aquí.

—¿¡Cómo le voy a vender mis sueños?! ¡Los sueños son una cosa íntima! —espetó mi abuela.

Hace años Marisel Moya perdió el don de soñar con los números de la bolita. No sabe cómo ni por qué, como tampoco supo nunca el origen de su buenaventura. En los tiempos que corren añora, en vano, la vuelta de la fortuna.

Ni Cabilla, el colchonero, ni nadie más en Guaracabuya han pretendido comprar sus sueños otra vez.   

jueves, 14 de noviembre de 2013

Ojos de perro

Un perro viejo, con sarna, me mira fijamente. Yo almuerzo mientras el perro vagabundea por el comedor de la universidad. Llega a mi mesa y me observa con ojos vidriosos, como si deseara llorar, como si contuviera el llanto. Yo estoy solo en la mesa, y él me mira.

Nadie toca al perro sarnoso y sucio, destinado a la muerte en los días próximos. Nadie acaricia al perro, que no pretende ya ninguna intimidad (salvadora) con los humanos. El animal camina solo; los de su especie también lo abandonaron. Nosotros volteamos la cara y evitamos el asco. Cuando más, le lanzamos un pan viejo. Mi madre nunca podría comer frente a un animal que la mira como si le hablara.

Pero este perro nos observa con penetración, como si quisiera hablarnos, más que pedir la comida inmunda que le tiran. Algo de extraordinario tienen los ojos de este perro, algo que reconocemos como humano. O quizá es a la inversa: en los humanos reconocemos la mirada del perro.

¿Cómo saber qué quiere? ¿Nos pide atención o simplemente la eutanasia, la paz definitiva? No puedo evitar la mirada; yo también estoy solo mientras almuerzo. El mundo nos rodea, y nos miramos. Me van saliendo ojos vidriosos, como al perro.

Hace poco íbamos a Isabela de Sagua, a pasar la noche junto al mar. A la entrada del pueblo un perro negro se nos unió. No se desprendía del grupo; hizo un hueco en la arena, se echó y custodió nuestra casa de campaña. Cuando dormimos se mantuvo en vilo. Cuando nos asustaron los noctilucas se movilizó y corrió por la playa para socorrernos. Su apego nos sugirió la necesidad de la adopción.

A la mañana siguiente no esperábamos verlo más. Sin embargo, él amaneció de pie frente a la playa. Miraba en dirección a los restos del Nikoli, y más allá, a los cayuelos nebulosos; los ojos del perro  traspasaban la inmensidad del mar. Estaba absorto, ensimismado. Nosotros lo fotografiamos.

¿Qué buscaba este perro? ¿Sería consciente de «la maldita circunstancia del agua por todas partes»? ¿Qué viaje prohibido añoraba? Nos fuimos del mar, y del pueblo, y lo abandonamos.

Leí una vez, en algún texto cristiano para niños, que no habrá mascotas en el Reino de los Cielos, que los perros rodearán la ciudad magnífica de Dios. Pero yo imagino perros con miradas que hablan. Yo sueño humanos con ojos de perro.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Ómnibus Nacionales: ¿La ruta del Mal?


Casi todos los viajeros cubanos saben que en la terminal de ómnibus de La Habana se «resuelve» un pasaje a cualquier destino por cinco dólares más el precio establecido para la ruta. Casi todos los que parten de la terminal interprovincial de Santa Clara saben que unos billetes de más «consiguen» el pasaje a cualquier punto de la geografía isleña. Casi todo el que viaja sabe que Ómnibus Nacionales padece el Mal.

Puede que los pasajes se hayan agotado tres meses o tres días antes, pero si usted tiene el dinero contante y sonante abordará la Yutong que sea, adonde sea. Tiene el Mal una pequeña reserva de asientos en el viaje de los humanos.

Aunque Ómnibus Nacionales se reordenó hace poco, parece que toda mejora se limita al cambio de nombre y de logo de la empresa, pues nada esencial, aparentemente, nos indica orden. Cuando la periodista Leydi Torres Arias evidenció con gracia y profesionalidad el maltrato sufrido por ella, ya sabíamos que Ómnibus Nacionales padecía el Mal.

Oscar Salabarría Martínez estudia periodismo en la Universidad Central de Las Villas y viaja a menudo hasta Jatibonico. Él, urgido de llegar a casa, prefiere entregar un «dinerito» por encima a las taquilleras, al jefe de turno o al expendedor/a del pasaje para asegurar su puesto en la ruta Santa Clara-Sancti Spíritus o Habana-Jatibonico. El dinero siempre se comparte –aclara él- entre todos los implicados. «Si no hay posibilidad de pasar el billete sin llamar la atención, la taquillera disimula, va al baño, y ahí hay que entregárselo”, termina mi amigo, compañero del Mal.

La crónica de viaje


El pasado jueves 24 de octubre, el periodista Maykel González Vivero y yo nos dirigíamos al VIII Evento Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre, en Cienfuegos. Viajaríamos en el ómnibus Yutong 2946 de la ruta Santa Clara-Cienfuegos, turno 7:40 a.m. Mi compañero había comprado un pasaje con antelación, pero yo debía anotarme esperanzadamente en la lista de espera (ocupé el número uno). Ante mi inquietud el anotador informó que ya no había posibilidad de viajar en la salida de las 7:40 a.m., aun cuando yo ocupara el primer número de la lista. La crónica de viaje –pensamos– iba a comenzar en ese momento.

¿Por qué no había posibilidad de viajar en aquella Yutong? Si ocurría un fallo de última hora, ¿yo no podría ocupar el asiento disponible? Con esa pregunta recurrí a la trabajadora de la taquilla de información, que me sugirió hablar con el chofer. Entonces, uno de los choferes me aseguró que no podría montar en la guagua si en la taquilla no me vendían un pasaje como se establece, y me indicó dirigirme al jefe de turno en el salón de espera de los pasajeros.

Allí, dos trabajadores se encargaban de los trámites. Ante mi solicitud el chequeador me entregó un número para comprar el pasaje. Y el jefe de turno, dirigiéndose a mí, espetó sin reparos: «Ahora tienes que pagarle a él». Sí, quiso decir: pagarle algo más de lo establecido por la tarifa oficial de precios. Cuando regresé de la taquilla, con mi pasaje comprado, todavía el señor esperaba en la puerta de salida para recibir su «pago». En definitiva, él me había «resuelto» un pasaje que no existía y yo debía retribuir su bondad. Yo, mal agradecido, me negué a pagar y abordé el ómnibus.

Pero, en la guagua había ¡17 asientos vacíos! Si se reservan seis para el tramo (tres para Esperanza y tres para Ranchuelo, como aseguró el chofer reticente) sobran 11 asientos. Mire usted: a mí me querían cobrar sobreprecio por un pasaje disponible. Lo peor: anotado en la lista de espera nunca iba a ser llamado. La situación se debe a un entramado de funcionarios, trabajadores, choferes y burócratas de la Empresa Ómnibus Nacionales, que unidos, estafan a los clientes de la manera más expedita (¿o se trata de desidia?).

En primer lugar, niegan a los pasajeros el derecho legítimo a viajar según el turno correspondiente de la lista de espera. En segundo lugar, y gracias a la situación que ellos mismos favorecen, exigen un sobreprecio que termina en sus bolsillos. Inconcebible: una guagua abandona la terminal con 17 capacidades libres y los pasajeros son burlados. ¿Los trabajadores de Ómnibus Nacionales conocen los lineamientos de la política económica de Cuba? ¿Saben los infractores que están cometiendo una ilegalidad penada por la ley?

A los ciudadanos comunes, de a pie, nos molesta el engaño. ¿Tiene que ser el hombre el lobo del hombre? Maykel González y yo redactamos y entregamos la queja respectiva en la dirección provincial de Viajeros y de Ómnibus Nacionales. Las autoridades competentes ya investigan; nosotros esperamos la respuesta definitiva, colofón de este reportaje.

Ahora algunas personas me asegurarán que nunca debí escribir esta entrada: bastaba quejarse en la dirección de las empresas implicadas. Yo no escribo, nada más, por este caso: no se trata únicamente de una experiencia aislada y personal. Así nada hubiera escrito. Me acusarán de generalizar, de difamar a una empresa por el fallo casual de un día. Sin embargo, nosotros sabemos que la historia se repite. Basta oír a los que viajan.

Algunos amigos me piden que no me desgaste en una queja, que «deje eso». Alegan que una persona no va a cambiar nada. Puede ser… todo puede ser.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Telegrama a Guaracabuya

En el siglo XXI casi nadie se comunica por telegramas. Hace años que la gente abandonó el estilo telegráfico, y el romanticismo de las cartas, y el olor a tinta, y el papel. Esta es la época de los mensajes de texto (SMS), tan contraídos y escasos. A mí, las peculiares condiciones de la fatalidad me obligan a telegrafiar a mi madre a menudo. A mis amigos les provoca gracia. Alguien me preguntó: ¿Todavía existen los telegramas?
Aunque ninguna dimensión física considerable se interpone, entre Guaracabuya y Santa Clara —entre mi madre y yo— se abre un espacio inabarcable. Entre la ciudad y la aldea remota se levantan muros indescifrables que separan a dos mundos maniqueos: el progreso y al atraso, la comunicación y la incomunicación, el SMS y el telegrama. 
En Guaracabuya más de 2000 habitantes disponen de 16 teléfonos, estatales y residenciales. La red telefónica no está digitalizada; ni siquiera se puede acceder a los servicios básicos de Etecsa. El correo electrónico no existe. Internet es un quimera imposible que muy pocos conocen vagamente, como en el recuerdo de un sueño que no ha sido.
En la aldea podrían funcionar las señales de humo; sin embargo, los celulares apenas captan las señales en el aire. Hace poco, una señora dispuesta a comunicarse con su hijo subía al techo de la piquera en medio de un espectáculo pueblerino. Solo allí el móvil alcanzaba la señal indispensable. 
Por mi parte, escribo telegramas que una agente postal entregará a mi familia. En cualquier punto de Cuba el mensaje manuscrito se introduce en el sistema de Correos, y se recupera luego en su destino, y se dicta por teléfono, y se escribe otra vez, con tinta, como al inicio. Así quedan fijados el día y la hora de mi llamada telefónica.
La oficina local de correos de Guaracabuya, que antaño disponía de una vieja máquina de escribir, ahora está desprovista de todas las tecnologías arcaicas o recientes. Envío un telegrama desde Sagua la Grande. Mamá, estoy bien. ¿Dónde queda Guaracabuya? –preguntó la funcionaria sagüera del Correo. Te llamo mañana… ¿Allí hay computadora? No. Entonces… ¿lo dictan por teléfono? Sí. Besos, Alejandro.
Gracias a la conexión digital el telegrama vuela el espacio hasta Placetas. Allí, la antípoda de la agente sagüera levanta el teléfono y marca a Guaracabuya. Espera, que anoto. Mamá estoy bien te llamo mañana... vesos Alejandro. ¿Es todo? Nada más.
La agente postal de Guaracabuya escribe en una hoja de libreta común. El telegrama llega hasta mi madre con la caligrafía de la mujer, con algunos errores ortográficos, sin signos de puntuación. En Sagua, me dijeron, los telegramas se entregan mecanografiados, dentro de un sobre que protege la privacidad del mensaje. En Guaracabuya parecen menos serios. En realidad, están más cerca del recado que de otra cosa.
¿Cuánta gente se comunica hoy por telegramas? Según mi papá, jefe de una agencia municipal de correos, cada día las personas acceden menos a ese servicio. Ni siquiera hay muchas cartas que repartir. En este año, por ejemplo, nadie más que yo ha enviado telegramas a Guaracabuya, una aldea donde todo resulta anacrónico.
En el siglo XIX, cuando el correo tenía mejores medios que hoy, el paisano Ysidoro Domínguez se quejaba, disgustadísimo, porque los periódicos llegaban con considerable atraso a los suscriptores de Guaracabuya. Más de un siglo después los diarios llegan sin apuro, no hay teléfonos públicos, y escribo telegramas a mi madre.

Telegrama de Ysidoro Domínguez


martes, 20 de agosto de 2013

La sociedad no está preparada

La sociedad no está preparada para aceptar a los homosexuales, se dice por ahí. Pueden existir, se acota, pero sin demasiadas manifestaciones, sin alterar ciertos supuestos de la familia burguesa que nos hacen tan felices. Nadie debe pensar que estamos haciéndole propaganda favorable a la homosexualidad.

¿Qué le vamos a decir a los niños? Los niños no entienden la homosexualidad. ¡Dios mío, y si lo ven naturalmente, y mañana les da por hacerse gais! Es mejor que se mantengan apartados de ese asunto. ¿Qué tú eres? Macho. ¿Qué tú eres? Macho. ¿Cuántas novias tienes? Cinco. ¿Qué les vas a hacer? Eso mismo. ¿De qué tamaño la tiene el niño? Dile que te coja… Oye, los niños no barren. Oye, los niños no tocan las muñecas. Las niñas son las que limpian la casa… Los niños van a trabajar y buscan el dinero. Oye, no juegues con eso, que te van a decir maricón. ¡Suelta esa muñeca!

Este mundo está patas arriba. Antes los homosexuales se tenían que esconder, y ahora andan por la calle, se dan la mano y hasta se besan. Óyeme, que no respetan a nadie. No les da pena. Dice la Biblia que se verán horrores. Ya se están viendo. La peor desgracia que me puede tocar es un hijo maricón.

¡Y la televisión, y los periódicos, promocionando la homosexualidad! ¿Tú te has fijado que en todas las novelas hay personajes homosexuales? Eso esa culpa de la hija de Raúl Castro. Este país está al revés.

Menos mal que en el ICRT están cortando las series que le gustan a mi hijo. ¿Tú viste el video de Buena Fe? El de las dos muchachas que dejan a los novios y se dedican a aquello. En Lucas siempre lo cortan, menos mal. En este país van de lo sublime a lo ridículo: antes estaba prohibido y ahora quieren que todo el mundo sea homosexual.

Yo no sé adónde vamos a llegar. A este ritmo, nos vamos a quedar sin población. Porque a mí no me importa lo que haga nadie con su cuerpo, pero que lo hagan entre cuatro paredes y que no salgan por ahí a exhibirse. Como dice el refrán, cada cual que haga con su pellejo lo que le dé la gana.

¿Quién le dijo a nadie? Esta sociedad no está preparada. Ahora los homosexuales se casan en un montón de países. Pero eso no puede pasar aquí. ¿Quién dijo que eso era natural? La homosexualidad está contra Dios, contra la familia y contra la especie humana. Desde el principio fue así: hombre con mujer y mujer con hombre. Lo otro es un disparate, una aberración.

Oye, no me des la mano, que me da pena. Que no vean. Se van a dar cuenta. La gente se va a reír de nosotros. Deja que se rían. Yo te quiero. No me importa lo que diga la gente. No me importa si la sociedad está preparada o no. Me da lo mismo, porque la juventud estaba perdida desde Platón. Tú y yo nos cogemos la mano. No voy a esperar más.

Cierto que la sociedad nunca estará preparada para aceptar a los homosexuales, nunca será el mejor momento. Las leyes se adelantan o se atrasan, como va pasando en todo el mundo. En Cuba, aplastadas por el machismo, por la sociedad patriarcal, por el pasado homofóbico, por la gestión gubernamental dudosa, por la inercia… vienen en un barco que no llega. Pero la realidad es más objetiva que las leyes. Habrá homosexuales, aunque no haya leyes.

sábado, 3 de agosto de 2013

La mujer-pez

...me estoy volviendo un pez de forma indestructible,
me estoy quedando a solas con mi alma.
Testamento del pez, de Gastón Baquero

—Entra. Te he esperado todo el día, me dijo la mujer-pez. Mira, puse flores nuevas en la mesa.
Yo traspuse la puerta impresionado; la imagen de la mujer-pez renovaba mis recuerdos infantiles del miedo. No parece la misma de antes: tantos años le cambiaron la fisonomía irregular; o tal vez, nada más extraviaron mi memoria.
—Me acuerdo de ti. Cuando eras un niño yo iba a tu casa y te escondías. Has crecido mucho. Ahora yo estoy más vieja, más fea. ¿Todavía me tienes miedo?
—No, claro que no —casi tartamudee. ¿Cómo…? Te conozco desde que era un niño; me eres familiar…
—Haz memoria: yo asusté a todos los vendedores ambulantes que pasaban por esta calle; corrían pidiendo auxilio. Los niños lloraban de miedo (la verdad es que tú eras de los más valientes). Nadie quería visitar esta casa, ni los trabajadores de Salud Pública.
***
— ¿Ya no sales?
— No, ahora estoy ciega. Antes me ponía una peluca, me pintaba y me iba a los guateques. A la gente le gusta mi voz, le gustaba, por lo menos. De noche nadie me podía detallar la cara.
Las preguntas del cuestionario que le impuse la provocaron. Evocó el deseo, la posibilidad, cómo habría sido… cómo sería…
—Soy analfabeta, nunca tuve un maestro. Pero si hubiera estudiado hoy sería abogada. Dice mi mamá que yo tengo leyes, que nadie podría ganarme un juicio…
***
La mujer-pez nació hace 50 años en Guaracabuya. En su infancia, los niños la comparaban con las caricaturas horrendas de los libros de terror. Parecía, parece, un ser fantástico de existencia imposible, como si los genes del humano y del pez se hubieran entrecruzado de manera insólita, determinados por la voluntad astral. Le fueron concedidos el cuerpo, el sexo y la voz de la mujer; y los dientes y las escamas del pez.

La maledicencia culpó a su madre: dicen que la joven negra y criada, en un intento desesperado para detener el ascenso de su prole, bebió petróleo. Dicen que las curanderas le recomendaron las hierbas infalibles para el aborto. Y a pesar de todo, la hija-pez, la niña-pez, la mujer-pez, nació inevitable.

Otros más culpan a la sífilis. En su historial de servidumbre Consuelo Vila, la madre humana de la mujer-pez, también sació el deseo de sus patrones y contrajo la enfermedad que la consumió por varios años.

La niña-pez, la inconcebible, nació bajo la mirada de los curiosos y los repugnados. La niña pez jamás entró a las aulas. La niña-pez no aprendió a leer ni a escribir. Ningún maestro ambulante le enseñó. La niña-pez creció alejada de los niños-humanos, sin juegos, sin amigos. La niña-pez provocaba pesadillas. 

La mujer-pez no conoce las certezas de su propia vida. ¿Qué designios le negaron las aguas? ¿Qué fatalidad la condenó a la tierra? Acaso los seres indefinidos nunca se realizan. Las criaturas inciertas son apartadas de todos los grupos: como los emigrantes de la tierra, que ya no pertenecen a ninguna parte, los seres indeterminados están en el camino a medias de su naturaleza.

Un día, la mujer-pez morirá sin haber sido amada jamás. Ella se enamoró de los hombres que la rechazaron. A menudo se maquilló para nadie. Siempre provocó el miedo, la pena, el asco. De ella, cuando más, se dirá: nació, vivió, murió. Después no tendremos recuerdos.

Sabemos que llegó a la tierra por equivocación. En su casa olvidada de Guaracabuya vive desligada de los hombres, huérfana a los 50 años, con tres hermanos locos, con vientre infértil, con sueños no cumplidos. La mujer-pez merecía el agua que le fue negada, el paraíso acuoso que desconocemos los humanos sin otra posibilidad que la tierra.
***
Milagros Guerra Vila padece ictiosis, una enfermedad genética que provoca que la piel se vuelva seca y escamosa, como la de un pez. Precisamente, el nombre del padecimiento proviene de la palabra griega ichthy, que significa pez.

La conversación que inicia este post la sostuvimos durante el Censo de Población y Viviendas 2012, cuando llegué a su casa como supervisor encargado de censarla. En ese momento vivía con su madre, que falleció poco después. Ahora la rodean varios hermanos desequilibrados y alcohólicos. Milagrito ha envejecido al interior de cuatro paredes. No sale de día, porque el sol agudiza los síntomas de la ictiosis; ni de noche, porque está ciega.  


Imagen: Mujer con pez, de René Rodríguez Soriano.

viernes, 5 de julio de 2013

La universidad precaria


I. Del debate habitual con mis compañeros, y del soliloquio concienzudo sobre la realidad inmediata, accedo invariablemente al campo de la intriga: ¿Cómo una madre —mi madre— costea los gastos de su hijo en la universidad si apenas gana trescientos pesos cubanos (-300) al mes?  Por una parte resulta evidente: el hijo no paga la carrera, ni los libros, ni la beca, ni la comida. Por otra, la madre debe comprarle ropas, zapatos, productos de aseo personal y alimentos. Como si fuera poco, ella también tiene que proveer el hogar y ocuparse de sus propios gastos.

Hay un hecho innegable: hasta aquí el hijo estudia Periodismo porque quiere, se preparó y aprobó las pruebas de aptitud sin pagar por ingreso ni matrícula a la Universidad. En la mayoría de los países, a diferencia de Cuba, tendría que sufragar el acceso a la educación superior. En fin: el hijo, yo, puede estudiar, únicamente, de manera gratuita.

De todas formas me mantengo dudoso. ¿Cómo mi mamá compra las ropas que necesito?, si un pantalón en las tiendas recaudadoras de divisa vale entre 20 y 25 CUC, un pulóver cuesta entre 7 y 10, y un par de zapatos de 17 en adelante (la calidad es directamente proporcional al precio). Hasta aquí, aunque no consideré las eventuales rebajas, fui conservador con los precios y nada más valoré las principales prendas de vestir. En la mayoría de los casos una pieza de ropa sobrepasa el salario de mi mamá en un mes. Aunque en la realidad objetiva, y no en los cálculos simplistas, uno entra al aula vestido de pies a cabeza obvié la sumatoria total. La cuenta y el salario son incompatibles. No solución, decíamos en la Primaria. 

Una pregunta siempre suscita otras: ¿Quién pone el precio en las tiendas recaudadoras de divisa? ¿Quién le paga a mi mamá? ¿No hay ningún vínculo entre uno y otro? ¿Cómo te pueden pagar tan poco si te cobran tanto por los productos de primera necesidad?

II. Recientemente un lector escribió en el diario Granma que «los precios aprobados por las entidades estatales tienen una política (…) que no es irracional y se basa en métodos científicos»¹. Ese cubano piensa, además, que la canasta básica es suficiente para vivir. En una especie de masoquismo irracional (eso sí) el lector que opina en Granma defiende los actuales precios y se incluye entre los que viven con su salario. Agrega (¿con ingenuidad? ¿con cinismo?) que «el precio alto ayuda al uso racional de los recursos», lo que, por experiencia propia, significa y provoca carencias materiales de todo tipo.

III. Volvamos a la universidad, puesto que las polémicas se diversifican y nos apartan del fin de este comentario. Para muchos estudiantes (si juzgo a mis conocidos de la facultad) la situación económica de sus familias resulta menos compleja. La ayuda material y financiera que reciben del extranjero les ahorra preocupaciones y les otorga mayor solvencia. Pero otra parte significativa de los estudiantes no se incluyen en esas estadísticas ventajosas.

Ese mismo por ciento beneficiado, por lo general, tiene laptop o computadora de escritorio. Y aunque los profesores no te exigen que entregues ninguna tarea mecanografiada (a estas alturas todavía se pueden presentar los trabajos de curso manuscritos, incluso la tesis), la mayor parte de la bibliografía está en formato digital y los profes poseen la información más actualizada en su memoria USB. ¿Cómo se puede entonces acceder y consultarla? Las computadoras del laboratorio son insuficientes. Se rompen y hay cola. Mi madre me pregunta qué solución buscan los que no tienen ni una ni otra PC. Casi todo el mundo usa la del tío que fue de misión (Tío, sácame del río), o la del vecino «buenagente», o la del amigo solidario. Hay, por supuesto, un margen entre «Casi todo el mundo» y «Todo el mundo».

Al final de cada semestre los estudiantes recurren a los particulares que se dedican al negocio de la impresión, fructífero en los predios académicos. Pero algunos hasta limitan sus ideas y desarrollan brevemente sus puntos de vista para emplear menos cuartillas en sus trabajos de curso, y pagar menos.

IV. Alguna vez, en una reunión con las altas esferas de la casa de altos estudios, escuché que la Universidad Central consume la misma cantidad de alimentos que un municipio pequeño de Villa Clara por concepto de canasta básica. Sin embargo, más de la mitad de la comida que los estudiantes deberían aprovechar en su alimentación termina en los desperdicios. Cientos de libras de granos (arroz y chícharo invariablemente) se pierden. El picadillo y el «revoltillo plástico»² de importación completan el menú por lo general, pero insípidos y mal cocinados, casi nadie los come. Si los alimentos estuvieran bien elaborados (y bien presentados) uno pudiera ingerirlos por lo menos con estoicismo, porque a estas alturas, con tanta escuela becada por medio, al paladar no le quedan remilgos. 

V. Si no entras al comedor, niño fino, siempre encontrarás a un paso los puestos de venta de alimentos del sector privado. Los vendedores particulares estudiaron la demanda y ahora proponen habilidosas ofertas que los benefician únicamente a ellos. Las chucherías tienen precios altos, están mal elaboradas; ni alimentan ni satisfacen el apetito de nadie. Pero tanto los restaurantes del Estado como los particulares piden más de 10 pesos por el plato de comida. Y uno tiene que engañar al hambre donde más barato resulte.

VI. Conscientes de nuestra economía precaria mi mamá y yo ahorramos al máximo. Aunque celebramos la actualización del modelo económico cubano, objetivamente nos mantenemos al margen: aunque ahora se pueden comprar carros no soñamos adquirir ninguno; aunque se pueden comprar casas no podríamos mudarnos a ninguna más confortable; aunque ahora se puede acceder a Internet en los telepuntos de ETECSA, para nosotros significaría un lujo imposible. Simplemente no podemos. Mi mamá se ha enfocado: hace falta que te gradúes, me dijo.

Entonces, sin que nada cambie como en un sueño, sumaré los trescientos cuarenta y cinco pesos (345) que pagan a los egresados de Periodismo a los apenas trescientos (-300) de mi mamá. Da lo mismo, si al fin y al cabo los graduados de la universidad acaso tienen la certeza que vivieron sus mejores años cuando estudiaban y eran jóvenes, rebeldes, optimistas.
    
_____________________

¹ S. Gutiérrez Pérez, En defensa de precios no engañosos, en periódico Granma, 28 de junio de 2013, Sección Cartas a la dirección, p. 11.   

² Los estudiantes universitarios llaman «revoltillo plástico» al polvo que, agregado al agua en ebullición aumenta de volumen y produce grumos semejantes al revoltillo común. Dicen que se trata de huevo procesado, importado de Europa. No parece sazonado ni sabe bien, según el paladar de los estudiantes cubanos.   

martes, 11 de junio de 2013

Los ángeles descabezados














Los ángeles descabezados
también esperan el juicio final.
No pueden vernos,
han perdido para siempre la clemencia.
Adornan el mármol sin
sentidos.
Son los protectores espirituales
ociosos,
a quienes nuestra tumba les fue negada.

Los ángeles sin cabeza
ya no tienen lástima de nosotros.
Cuando eran bellos
nosotros los decapitamos.
Apilados en el rincón,
pequeños ángeles sobre ángeles terribles,
aletargados,
sin impaciencia,
también esperan el juicio final.


El ángel terrible 


Toca su vestido, dijo la cuidadora.
Parece cierto, mira los pliegues.
¿No es bello?
El ángel es terrible.

Parece el mismo arcángel imaginado:
nos supera en las proporciones físicas;
sobre la tumba
ningún humano lo provoca.

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Abel Invernal tomó las fotos en el Cementerio de Reina, en Cienfuegos. El antiguo camposanto parece sometido a la furia de la naturaleza. A su vista uno se imagina que un terremoto sacudió con saña las tumbas y los nichos, como si quisiera perturbar a los muertos y devolverlos a la vida.

Pero en realidad se trata de la furia del mar cercano, y no de las perturbaciones físicas de la tierra. La inundación barre a menudo los osarios e incomoda a la muerte en sus espacios más íntimos. A cada paso inseguro de los intrusos el suelo se quiebra. Una podredumbre de aguas estancadas, musgo y despojos humanos contaminan el aire dulce y denso. Las tumbas abiertas invitan a asomarse a quien nunca ha visto un cadáver.

Escasas coronas de flores, secas, nos sugieren que casi nadie es enterrado ya en el cementerio decimonónico. Todavía algunos ángeles custodian las sepulturas en medio de la paz que perturbamos. Tenemos la certeza de que el cementerio, quebradizo, inestable, un día terminará sepultado como sus muertos. Como si la muerte pudiera morirse también.

lunes, 3 de junio de 2013

Humedad


Llueve sin parar en el campo y uno siente que le crecen flores en el estómago. Los viejos se quejan del reuma y los dolores en los huesos. El musgo crece sobre las paredes de la casa, y los hongos revientan las tablas despintadas, naciéndoles desde adentro. La naturaleza reverdece y se vuelve exuberante con avidez, como si hubiera esperado por siempre las primeras lluvias. 

Los árboles intentan colonizar nuestro espacio. De pronto la atmósfera se torna oscura, el ambiente más denso. Las buganvilias luchan entre sí para entrar por las ventanas que les cerramos. Los marpacíficos, más inteligentes, se cuelan por las rendijas y florecen adentro. 

Las semillas aletargadas en el piso aprovechan la humedad y germinan en la cocina. Al interior de los calderos sucios crece el moho, en una noche. El olor de la tierra mojada, que enciende los recuerdos, da lugar a la sensación inestable del fango. En medio del ambiente denso, cargado de minúsculas partículas de agua que se evaporan, amenazado por la naturaleza que nos asfixia, uno tiene la sensación de que florecerá en cualquier momento, o al menos imagina que le brotarán retoños en las piernas.

Arístides Vega Chapú: «No decidí ser poeta»


A punto de graduarse de Periodismo en la Universidad de La Habana el joven Arístides Vega Chapú renunció definitivamente a la academia. Entonces se hizo poeta, o dicho por él: la poesía lo escogió para dar sentido a las palabras desordenadas en su propio pensamiento. Luego se hizo narrador, para contar. Sería músico, o cineasta, si pudiera. Sin embargo, la única realidad que conocemos lo sitúa entre las voces esenciales de la Generación literaria de la década del 80 del pasado siglo en Cuba. 

Sobre él, la poetisa cubana Lina de Feria alguna vez dijo: «Aunque estoy segura que no se plantea renovar, renueva (…) Su esencia tiene la naturaleza viva que a veces preñada de una espiritualidad máxima nos garantiza que ya su obra está, para ganancia de todos, en la sólida encrucijada de lo perfecto». 

Arístides es conversador, espontáneo, casi imprevisible. La gente lo reconoce por su desenfado; lo siguen porque siempre dice lo que haya que decir donde haya que decirlo. Sus facciones, y quizás sus modales, advierten la sangre siria que heredó de sus antepasados emigrantes. 

En su última novela, como en el resto de su obra narrativa, toma la historia real y la reinventa. Uno se pierde en la veracidad de su relato y comienza a creer lo inverosímil. En Steinway & Sons, publicada por la editorial madrileña Atmósfera Literaria, la realidad y la ficción, las personalidades del mundo y Cuba, se entremezclan con su propia familia mientras recrea un entramado lúdico, que es, posiblemente, su mundo ideal.


Foto: Carolina Vilches Monzón

viernes, 10 de mayo de 2013

La trágica y maravillosa historia del Cacaseno


Alguna vez, al borde del agotamiento, mi mamá nos amenazó con perderse para siempre en el camino sin rumbo, imitando el viaje misterioso de Margarita Domínguez 84 años atrás. Casi todos en Guaracabuya han fantaseado alguna vez con la idea de anularse del mundo conocido, de marchar calladamente hasta desaparecer. En el imaginario colectivo del pueblecito la partida misteriosa de la madre de Cacaseno simboliza el hastío, la desesperanza, la imposibilidad de continuar la misma vida todos los días. 

Margarita Domínguez había nacido en San Juan de los Remedios, pero las circunstancias de la fatalidad le reservaban a Guaracabuya para los últimos días conocidos de su existencia. Su marido, enfrentado a la autoridad, cercenó con el mismo machete de la caña la cabeza de un guardia, y a cambio le pegaron un tiro mortal en el pecho. Cacaseno, el hijo por venir, nunca conocería a su padre. 

Con 16 años, un niño en el regazo y embarazada por segunda vez Margarita llegó y se instaló en la aldea remota. Nadie sabe por qué un día abrió la puerta de su casa, apenas se despidió de su pequeño hijo, subió el camino polvoriento y se perdió para siempre. 

Cacaseno no recuerda. Nunca conoció a su padre. No tiene memoria de su madre. Su hermana desapareció en los brazos de la mujer aciaga, en el camino desprovisto. Su abuela, sin más opciones, lo entregó a una familia vecina que lo acogió con la promesa de instruirlo como carnicero. Desde sus cuatro años Cacaseno estaba previsto para ser el carnicero del pueblo. Todavía su imagen inveterada bajo la ceiba, colgando las carnes a los ojos de los compradores, merodea el recuerdo de los más viejos. 

Poco a poco él devino el negro por antonomasia de Guaracabuya. (En los pueblos miserables casi todo se nombra por antonomasia: el negro, el feo, el loco, la bella…) Sin ninguna familia en el mundo se decidió a formar una propia. Casó con Vitalia Guerra, Gore, y engendró una prole numerosa de negrones fornidos. 

Quizás no le bastó. Quiso saber qué fue de su madre, qué motivo la llevó al camino sin retorno. Emprendió la búsqueda y el pueblo dolido por su suerte le siguió los pasos. Un entramado de mensajeros le hacía llegar las noticias: una negra parecida a su madre había sido vista en Cabaiguán, La Habana, Oriente… Entonces Cacaseno iba, casi esperanzado. Las únicas señas de la mujer las sabía por la gente más vieja. Terrible pero cierto: a su propia madre la conocería por la descripción de los demás. 

Llegó dos veces a Mazorra, el hospital psiquiátrico más famoso de Cuba. Desde la distancia esperó que la fila de los locos marchara adelante y atrás; los miró detalladamente, los hurgó con los ojos, quizás invocó al Cielo, a Dios, a los santos yorubas, pero ninguna era su madre. Margarita Domínguez ya no existía porque decidió perderse y se borró de la memoria. Lo único en este mundo que la evidencia es el propio Cacaseno, el hijo huérfano e inerme, pertinaz cuestionador de los misterios de la vida.

Foto tomada de Facebook.
En Guaracabuya nadie sabe exactamente por qué le dicen Cacaseno. Él mismo duda, piensa, se aventura a buscar una explicación para ese sobrenombre que le antecede. Dice que llegó con cuatro años al pueblo y Arístal Cabrera lo bautizó con el apodo sin sentido. No sabe que su alias tiene una historia, que él mismo encarna —sin profunda relación— un personaje literario del siglo XVII. Cacaseno es el protagonista y el título de un cuento italiano de Adriano Banchieri. ¿Acaso podrá ser el mismo? ¿Conocerían en el pueblo aislado esa historia? Sí, los viejos me cuentan que en Guaracabuya vendían por un medio el libro Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, tres cuentos en uno, publicados por la editorial española Callejas. Pero los rasgos de uno no coinciden con el otro: Cacaseno, el literario, encarnaba al pícaro y timador. El nombre propio pasó al diccionario como sustantivo común y ahora significa «hombre innoble». Al contrario el Cacaseno de Guaracabuya es negro bonachón, que carga honradamente su morral al hombro. Arístal Cabrera lo bautizó, más bien, por un capricho. 

Con 88 años Luis Domínguez, hijo póstumo, intenta figurar todavía a su madre, porque sabe que el recuerdo imaginado, más que la memoria que no existe, lo ata únicamente al pasado. Hace mucho dejó de buscarla porque perdió las esperanzas; nadie que viva hoy conoció a su madre. Cacaseno ha existido tanto que ahora habita en un solo tiempo: todavía es el carnicero de Guaracabuya, aún supone que todos los días su madre retoma el camino y se pierde del mundo.

Cacaseno, hijo viajero, recorre a diario los pueblos vecinos en busca del sustento vital. Mientras tanto, en Guaracabuya la gente quiere ascender, a veces, el camino polvoriento y perderse para siempre, como su madre.

Con Armando el Feo, otro personaje de Guaracabuya. Foto tomada de Facebook.

lunes, 6 de mayo de 2013

Nuestra Belleza Latina


Nuestra Belleza Latina es emigrada o nació en los Estados Unidos. Si no, quiere cumplir el sueño americano. Nuestra Belleza Latina debe ser hispanoparlante pero a veces le cuesta pronunciar en español. Nuestra Belleza Latina es una joven linda que desea trabajar en la televisión. Nuestra Belleza Latina casi siempre ha vencido las contrariedades de la vida para llegar a la competencia e intentar convertirse en la Reina de la Belleza del sur de este continente.

Nuestra Belleza Latina nunca soñó que podría entrar en el concurso y ganar. La pobre, tenía que trabajar, mantener a la familia, cuidar a la madre enferma… Nuestra Belleza Latina quiere regalarle a su abuelita, antes de que parta definitivamente de este mundo, su corona. ¡Qué dulce!

Nuestra Belleza Latina debe bailar, cantar, actuar, aunque lo haga mal. No sabemos si nuestra Belleza Latina va a la universidad. Pero no importa, porque las televisoras hispanas de los Estados Unidos le abrirán el camino al futuro. 

Nuestra Belleza Latina debe ser maestra del show para que Osmel Sousa no le pique el pase. Mientras más dramatice, mejor para ella. Mientras más espectacular sea, mejor para las ventas y para los televidentes aburridos. Mientras más pobre, engañada y sufrida parezca, más cerca estará de la corona. Por suerte, en esta vida los lindos y desdichados también tienen derecho a la felicidad que propicia Univisión. (La premiada será bendecida con un cuarto de millón de dólares). Es cierto, algunas discapacitadas físicas, y hasta lesbianas hacen show, pero no ganan, todavía no pueden ganar. 

Si en el pasado Nuestra Belleza Latina publicó fotos calenticas en internet un grupo de especialistas del periodismo y las redes sociales las sacarán a la luz. Si explica y convence al jurado y a los espectadores se quedará en la competencia, pero si es una «perra cachonda» se va. La que permanece gana miles de seguidores que le vieron las mejores partes.

Nuestra Belleza Latina debe enfrentar a otras contrincantes insidiosas que la quieren en el piso. Cuando se corone habrá soportado varias semanas de comentarios «venenosos» que la denigran. Tanta fortaleza, señores, debe ser premiada.

Nuestra Belleza Latina generalmente tiene el sueño de encontrar a un galán de telenovela que la quiera y la admire por su belleza. Ella misma se convertirá en la primera actriz de las telenovelas hispanas. Nuestra Belleza Latina admira a Laura Sin Censura y a la Doctora Ana María Polo. Nuestra Belleza Latina quiere salir en Sal y Pimienta, aunque le pese.

Se supone que Nuestra Belleza Latina, por ser latina, sea amerindia. Pero si no lo es, no importa: no encasillemos a las chicas, pues al fin y al cabo a nosotros nos conquistaron los europeos. Y los quechuas y los aymaras hoy son un remanente histórico casi inexistente. 

Nuestra Belleza Latina se llama Rigoberta Menchú, pero no va a ganar. 


Nota: Pido perdón por mis prejuicios.

martes, 23 de abril de 2013

Chancletas

Mi abuelo las llamaba chinelas. En el oriente cubano les dicen cutaras. La mayoría las conoce como chancletas. En mi infancia las usé de goma, espuma y plástico. Alguna vez, incluso, me calcé un par de madera. Sabrá Dios dónde las encontré.

Hace poco me compré un par de dupés, la marca brasileña que adquirió carácter genérico en Cuba y denomina, junto a las hawaianas, uno de los calzados más popularizados en los últimos tiempos en esta Isla. La gente las exhibe en todas partes con variedad de colores y diseños gráficos. Con banderas. Con paisajes. Con dibujos surrealistas…

Pero no me compré cualquier par de dupés: son las primeras que pude pagar con mis ganancias personales, es decir, mi primer sueldo se fue en unas chancletas. Es decir, una semana de trabajo en el Diario de la Feria de Santa Clara, se cambió por un par de chancletas. Es decir, todas las coberturas que hice, todas las entrevistas, crónicas e informaciones que escribí durante una semana sin descanso, se convirtieron en un par de chancletas dupé de 10 CUC.

Atinadamente me cuestionan: ¿por qué no compraste unas más baratas? Respondo: porque las tiendas estatales estaban desabastecidas, porque estas son mejores, porque duran más… No las compré porque están a la moda, las compré porque no tenía otras que comprar.

¿Quién las vende? Una pequeña red monstruosa de mercaderes de la ciudad que eliminó toda competencia entre sí. Los negociantes diseccionaron el mercado y desmembraron la venta para ajustar precios únicos. En la calle más comercial de Santa Clara solo uno tiene chancletas en venta. No te queda otra alternativa que comprarle. Nadie tiene otras propuestas, nadie rebaja porque, las llevas o las dejas, sin otra opción.

Luzco mis dupés como un premio: en definitiva son 250 pesos cubanos que gané escribiendo. El periodismo no es nada del otro mundo como creen las viejitas de Guaracabuya. El periodismo también es un medio de subsistencia.

Por el momento los mercaderes cubanos no piensan rebajar los precios. Será mejor que mis chancletas duren hasta la próxima Feria del Libro, si hay diario, si escribo, si me pagan.

miércoles, 3 de abril de 2013

Lista de espera



He vuelto mil veces a la lista de espera. Me gustan los viajes y por desprevenidos mi mejor alternativa ha sido la expectación, el aburrimiento, el desasosiego en las terminales. Prefiero las travesías interminables y nocturnas; imagino que el tren o la guagua nunca llegarán a su destino, que seguirán por siempre en marcha, sin llegar a ninguna parte, sin tener la obligación de bajarme en ningún sitio.

No sé por qué idea romántica me atraen los viajes. Quizás porque la vida cambia cuando cambiamos de sitio, porque en cada lugar los acontecimientos transcurren de formas diferentes. Porque viajar permite eludir el final, la meta, las consecuencias. Creo, como Sastre, en la posibilidad otra, en la vida que no será cuando elegimos libremente una diferente.

La carretera —imprescindible en el viaje— es un misterio. Siempre lleva a otra parte, y a veces, a otra vida. Cuando era soldado en el Servicio Militar Obligatorio podía divisar durante mis guardias la carretera futura, que se perdía vadeando una montaña agreste, y se me antojaba como adelanto del destino, un posible camino a la felicidad. Allí la vida tenía que ser diferente. Yo quería escapar.

Últimamente he pensado en la espera inevitable del viaje. Mucha gente aguarda por la persona o el suceso que les cambiarán la vida. Otras mantienen la expectativa por los nimios acontecimientos diarios, que no son trascendentales. Una cola, por ejemplo. Y a veces la vida se va mientras aguardamos.

Así, mi viejo amigo Tomás espera, como el coronel que no tiene quien le escriba, un reconocimiento que no llegará nunca. Me entregó el periódico para que yo reinterpretara los hechos y le explicara luego. Pero no tuve nada que decir. El papel era conciso y claro.

La expectativa a veces es injusta. La gente puede concluir su viaje mientras. Y se aguarda lo mismo por el pan, que por el hijo próximo, o por las leyes. Y hay atrasos fatales que aletargan la vida.

No sé por qué he divagado hasta aquí, si comencé por los viajes preferidos. Quizás tengo un deseo inconfesado de emprender la travesía —a riesgo de ser inconexa e incoherente— hacia mi centro.

Foto: Yuris Nórido

lunes, 25 de marzo de 2013

Mi abuela y el mar

Para Abel Invernal y Yuris Nórido

Mi abuela tiene más de 70 años y no conoce el mar. Aunque vive en una isla con 5 746 kilómetros de litoral, aunque en Cuba ninguna persona está a más de 40 millas de la costa, aunque la rodea «la maldita circunstancia del agua por todas partes», aunque esta ínsula es un eterno verano, que es decir una playa eterna, ella jamás ha visto el mar.

Mi abuela es un ser mediterráneo. Hasta 1991 vivió en el campo, metida en el monte con escasos conocimientos del mundo que la circundaba. Cuando la Autopista Nacional reclamó su tierra, empacó los bártulos y salió con mi abuelo y sus hijos hacia la ciudad. Entonces prefirió permutar el apartamento que le regalaban en Santa Clara por una casita art déco en Placetas. De esa manera podrían salvar a diario la distancia hasta la tierra que cedían. Sobre todo mi abuelo, que hasta hoy viaja constantemente al «campo» (así, ya por antonomasia) para ordeñar su única vaca.

Pero, ¿por qué mi abuela nunca ha ido al mar? Supongo que demasiada ocupación en las vicisitudes cotidianas, en el hogar, en la cocina, que por ser la misma todos los días nunca lleva a nada nuevo, la alejaron de la costa. Mi abuela se levanta siempre entre las tres y las cuatro de la madrugada (¿vieja costumbre del campo?) y dice que no le alcanza el tiempo para todo lo que tiene que hacer. Supongo que en su vida pasó lo mismo. Una pragmática inconsciente, casi inoculada en las venas, la ha mantenido en el estatismo de todos los días, todas las mismas cosas.

Supongo que mi abuela tiene sueños, imagino incluso que alguna vez haya querido conocer el mar. Supe que en Brasil llevaron a una anciana, antes de morir, a ver el océano. Allá se explica (Brasil es el gigante sudamericano, hay gente que vive en el mismo centro del continente), pero aquí no se entiende.

Le dije: «Abuela, ¿quieres conocer el mar? Yo te llevo». Pero no supo qué responder. Yo quisiera que mi abuela quisiera conocer el mar. Que sus ojos se extraviaran en el límite del firmamento. Que se bañara en las aguas de una playa, al borde de las tierras. O que al final me dijera: «¿Este era el mar? Ya lo sabía, ya lo imaginaba, no me gusta…»

Gracias a la televisión ella tiene la idea de cómo es el océano. Seguro lo asocia con azul, brisa, agua, sal, tormenta, barco. Quizás le teme, como a un monstruo desconocido. Pero carece del conocimiento exacto, de la experiencia vital… Mi abuela pudiera morir sin conocer el mar.

Foto: tomada de internet.                                                                                                                                                                                                              

lunes, 18 de marzo de 2013

El fin de la historia




Descreo de la tesis del fin de la historia sostenida por Francis Fukuyama. Aunque ciertamente cayó el fascismo y fracasaron los ideales comunistas de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), aún concedo esperanzas al progreso y a las ideologías alternativas.

Yo asisto al fin de otra historia que poco —o nada— tiene que ver con la posmodernidad ni con los sucesos mundiales. Esta historia resulta más íntima, acaso mínima.

Tengo la sensación de que Guaracabuya va a desaparecer. No a la manera del Macondo garciamarquiano, que llegó a su fin predicho desvaneciéndose en los vientos huracanados de un cataclismo histórico. Guaracabuya es menos pretensiosa: va a borrarse en el polvo. (Una nube de polvo va engulléndola, confundiendo las casas y las cosas).

¿Qué sucede con los pueblos condenados al olvido? La gente quiere irse tras la esperanza del progreso, en busca de la vida menos precaria. Los viejos van muriendo, los niños dejan de nacer.

Guaracabuya nunca fue próspero, pero vivió mejor. Las minas de oro, comparadas por un ingeniero ¿lúcido? con las de California, en los Estados Unidos, y con Minas Gerais, en Brasil, nunca produjeron el metal en la demasía prevista. Hoy mismo los mineros extraen de galeras profundas, alargadas, la piedra que debe hacerse oro. Pero el pueblo sigue igual, en una precariedad casi miserable. Guaracabuya no es El Dorado.

Las cafeterías, las gasolineras, las quincallas, los bares de antaño desaparecieron. La escuela pública, posiblemente el edificio más notable, fue barrida hace medio siglo para construir una mejor. (Más fuerte, no más bella). La misma iglesia, feúcha, pero neoclásica, antigua, de piedra, acabó en la ira radical de las mandarrias.

Exactamente cuando yo nacía, la Autopista Nacional iba a traer cierto privilegio al pueblecito. Pero no la acercaron lo suficiente, y los carros siguen su camino sin conocer, ni siquiera por una señal, la proximidad del ecuador cubano.

La calle principal se asfaltaría, porque cuentan que en diciembre de 1958 el Che la transitó para llegar hasta Falcón, derribar el puente sobre la Carretera Central e incomunicar a Santa Clara. Pero en la espera el antiguo asfalto se unió a la piedra original, y la piedra al polvo.

Los carros eluden Guaracabuya; prefieren la vía más larga a la imposible. Un motor encendido es poco menos que un suceso. En mi calle ya no molesta el ruido de las máquinas.

Antes la noche se interrumpía por el pitazo de los trenes. Las movilizaciones de la caña encendían el ánimo pueblerino. Pero ya no pitan más los trenes, y en el ferrocarril campean las bestias. Hoy nadie espera el gascar.

A veces, en la tarde, debería correr la brisa fresca de la sabana. Pero la polvareda obliga a cerrar las puertas, a recluirse en la penumbra de los interiores.

¿Qué sucede con los pueblos condenados al olvido? Se borran en la pesadumbre metálica del mediodía, se pierden, desaparecen. Como en las aldeas fantasmas, nada será mejor, porque nada volverá a ser.

lunes, 11 de marzo de 2013

Pedro Osés y la pintura mágica

En 1974, entre los dibujos que se conservaban en alguna casa de cultura de Santa Clara, Samuel Feijóo halló las primeras pinturas del joven Pedro Osés. Allí mismo indagó sobre el novel artista y al día siguiente partió al poblado rural de Guaracabuya (Placetas, Villa Clara) para conocer al autor de las creaciones desconcertantes.

Viajó en tren, la vía más expedita para acceder a aquel destino. A la vista de la llanura atravesada por el ferrocarril, Feijóo evocaba los espíritus y seres sobrenaturales del campo cubano. Con Aida Ida Morales (también pintora) desembarcó finalmente en el paradero desolado de Guaracabuya y se adentró en las primeras callejuelas desconocidas. «¡Este es nuestro fantasma, Aida!», aseguró el escritor, casi en un grito exaltado, cuando el jovencito envuelto en una sábana blanca, les abrió la puerta de su bohío. Apenas amanecía.

Hasta esa mañana Pedro Alberto Osés Díaz había soñado con la pintura. La extirpación de un tumor en su médula ósea, cuando era un niño, le atrofió toda la anatomía del cuerpo y pudo haberlo recluido al sosiego permanente de las aulas vacías, con una maestra, sin compañeros. Pero necesitó expresarse y echó mano de semillas, galán de noche, pasta dental, flores y crayolas derretidas que usó como pinturas. Fabricó pinceles con pelo de caballo y combinó colores en las cartulinas que conseguía. Ya su mente estaba poblada con las particulares imágenes de una plástica en ciernes. Feijóo le prohibió conocer la obra de otros artistas por el momento, y le regaló pinturas.

Osés

Cuando murió en 2009, a la edad de 54 años, el pintor Pedro Osés contaba con numerosas exposiciones personales y colectivas en Cuba y el extranjero, y había obtenido el reconocimiento del pueblo que hallaba en la imaginería de su pincel la recreación de los mitos campesinos cubanos.

Jamás accedió a cambiar su residencia de Guaracabuya; absorbió la mitología guajira de los campos y luego la vertió en los cuadros que concebía y pintaba.

Aunque nunca recibió preparación académica, su pintura se distingue fácilmente de la de otros artistas naif (ingenuos), por la seguridad del trazo.

Los rasgos de sus pinceladas tienen una naturalidad expresiva que descarta la duda ante el lienzo en blanco. Sus líneas son precisas, sin demasiados regodeos, pero cautivadoras de una sensualidad descollante. Los colores, como los de todo primitivista, son vivísimos, pero en su caso se unen orgánicamente a la naturaleza del campo cubano, a la iconografía religiosa o a los mitos de ahorcados, aparecidos, demonios, ángeles, fantasmas y otros seres extraordinarios que Osés no tomó de ninguna tradición sino que inventó él mismo.


En sus cuadros cobra vida una fauna de criaturas real maravillosas, mágicas, místicas, inofensivas y a veces macabras que el autor concibió o enriqueció con su imaginación. En ellas pueden reconocerse fácilmente las dudas, obsesiones y hasta limitaciones del pintor.

Hombres y mujeres que se transfiguran en flor o en pájaro durante el éxtasis de una cópula indetenida, móvil en nuestra sensación pero estática en su temporalidad, son un motivo recurrente de esta particular inspiración.

Ante las pinturas de Osés el espectador puede desconcertarse: en los cuadros resaltan criaturas andróginas e inverosímiles que no obstante poseen marcas evidentes de su sexo y sexualidad; y allí mismo se juntan en un acto sensual y sexual pero inesperado, fuera de toda convención de los modos posibles, porque persisten en la necesidad de la unión en contra de una soledad desesperante. A la misma vez permanecen sosegados, inobjetables en la consecución de sus placeres.

Nunca sabremos la verdadera naturaleza de una gran parte de los seres mágicos de esta plástica: humanos, o animales y vegetales, pero humanizados en una indefinición bien lograda, casi desapercibida.

El guajiro, en su estampa noble e ingenua, también se reivindica particularmente en toda la obra de Osés. No está reñido con la persistencia de otras figuras sobrenaturales, porque forman parte de una misma cosmovisión: es en definitiva el guajiro el que piensa y convive con estas mitologías.

La maternidad, la mujer, el catolicismo, la muerte y una posibilidad otra, mágica, mística y solo posible en el mundo de la creación signan, además, toda la obra pictórica del artista.

Por otra parte, el conjunto de estas creaciones logra asir toda una tradición histórica que ha pasado de generación a generación en la forma de la literatura oral y se ha plasmado también en la literatura escrita.

Pero siempre la tradición recreada trasluce –como sabemos– la sensibilidad personal, y en ese aspecto es donde la pintura de Pedro Osés gana su mayor mérito: se une a la imaginería única del autor y se enriquece con un misticismo sin precedentes en la plástica naif.

Los valores de toda su obra le valieron la inclusión en el libro El arte mágico en Cuba. 51 pintores cubanos. Naifs, Ingenuos, Primitivos, Populares, Espontáneos, Intuitivos… (Gérald Mouial) y en importantes muestras nacionales e internacionales, desde los numerosos salones territoriales y provinciales de arte pupular, junto a la gente sencilla que inspiró parte de sus creaciones, hasta la Exposición Art Inventif a Cuba, en Lausana, Suiza (1983); la muestra personal en la II y III Bienal de La Habana (1986 y 1989); en la I Bienal Latinoamericana, en Nicaragua (1989); y en la Exposición Museo de Arte Naif, París, Francia (1999), entre otras.

En Guaracabuya la abuela de Osés mantiene abierta permanentemente la casa-estudio-galería. Los cuadros que se exponen allí, por desgracia, cada día son menos. Unos se exhiben en diversos centros culturales de Villa Clara, e incluso en viviendas particulares; otros pasaron al patrimonio personal de coleccionistas extranjeros.





lunes, 25 de febrero de 2013

Guaracabuya, la aldea maldita


Siglos atrás, frente al pelotón de fusilamiento, el cacique Guara-Cabuya habría de recordar el futuro incierto de la tierra colonizada: aquel asentamiento arrebatado a los taínos jamás disfrutaría la prosperidad de pueblo. La maldición iba a perdurar en el nombre funesto.

La propia congregación de las almas en Guaracabuya está signada por las circunstancias de la fatalidad: los ataques de corsarios y piratas a San Juan de los Remedios del Cayo obligaron a los criollos a buscar otro sitio más seguro para asentarse. Un cura exorcista, José González de la Cruz, los convocó a trasladarse a tierras suyas más al centro de la Isla.

Unos, atemorizados por Lucífer y el infierno, más que por los piratas, lo siguieron con los bártulos al hombro para rehacer los hogares abandonados. Años después la inquietud los llevó al Copey y al Ciego. Finalmente fundaron la aldea de San Atanasio de Guaracabuya en 1814.

Otros, que permanecieron inamovibles sin mucha esperanza en la empresa del cura, aseguraron la permanencia en el tiempo y el espacio de la Octava Villa.

Guaracabuya fue uno de los primeros sitios donde los conquistadores españoles encontraron oro abundante. La leyenda del metal dorado en las minas de San Blas de las Meloneras y de San Francisco del Descanso comenzó con la colonización y continúa hoy. A finales del siglo XIX el ingeniero español Manuel Fernández de Castro comparó los yacimientos del pueblecito con los de California, Estados Unidos.

Tanto se habló del oro de la comarca perdida en los mapas de la ínsula que Alonso Colmenares Hernández, ministro español de Gracia y Justicia, se autodeclaró Marqués de Guaracabuya y provocó el escándalo en la prensa española.

El “pueblo” progresó, llegó a tener dos ingenios, Laberinto y La Caridad. Su iglesia, fundada desde 1814, recibió al obispo Espada, que más tarde la privilegió con el óleo San Atanasio, del pintor neoclásico francés Juan Bautista Vermay, primer director de la entonces Escuela de Pintura San Alejandro.

Pero la desgracia sobrevino el 9 de abril de 1869 cuando tropas mambisas incendiaron el asentamiento devenido centro de operaciones militares del mando español. Los guaracabuyenses (¿o guarcabuyeros?) huyeron hacia el fuerte de Las Placetas buscando protección y fundaron el actual municipio de Placetas. Placetas suplantó a Guaracabuya.

Aún así, unas pocas chozas desvaídas conservaron el nombre. Y la fatalidad se quedó. Ante la estafa de la Compañía Cubana de Electricidad a los desgraciados habitantes de Guaracabuya la revista Bohemia reprodujo las palabras del Jefe de Comunicaciones del pueblo: «nos sentimos orgullosos de vivir en este olvidado rincón de Cuba, que nuestros antepasados, en aras de la libertad que disfrutamos supieron entregar a las llamas».

En 2013 la aldea maldita cumplirá 166 años como pueblo que no debía ser jamás. Y por esa rebelión histórica ¿será condenada, también, a la soledad eterna?