viernes, 29 de abril de 2016

Cuentas claras

Por primera vez después de la publicación de La soledad de la mujer pez, el pasado domingo 24 de abril, visité a Milagros. Hasta eso momento —y hasta hoy— su vida no se había trastocado en ningún show mediático. Milagros permanecía con tranquilidad en su casa, repitiendo la misma rutina de todos los días.

Gracias a la repercusión del reportaje, a mediados de la semana pasada recibió la visita de un oftalmólogo del área de salud de Placetas. Después que el especialista le indicó un tratamiento de antibióticos, le prometió que la atenderían pronto en el Hospital Municipal. Y a Milagros la promesa de un turno médico la hizo tan feliz como si se tratara de una fiesta anhelada toda la vida.

Cuando mi novio y yo llegamos el domingo, en pleno mediodía, Milagros se apresuró a agradecer: «No sé cómo lo hiciste, pero los médicos vinieron a verme y me llevarán al hospital». Milagros disipó toda mi angustia, todos los temores agazapados. «No hice mucho, apenas escribí», le recordé.

A pesar de las advertencias de «Anónimo» hasta hoy el dinero no ha desatado la furia entre los hermanos de Milagros, ni ha alcanzado para que ella viva abandonada en la abundancia, presa de la envidia. Ahora no parece más infeliz que dos semanas atrás. El reportaje no bastó para hundirla en el lodo ni para lanzarme a la fama.

Después de todo, hoy no solo podríamos hablar de remesas, ni podríamos asegurar que la ayuda se ha originado lejos del país en todos los casos. Si bien la mayoría de las personas —desde puntos distantes— ha ofrecido apoyo económico, en la propia Isla varios periodistas apelaron esta semana al deber de las instituciones cubanas encargadas de velar por el bienestar humano. Y aun cuando ninguna forma de asistencia deba menospreciarse, solo el gesto de acudir a los organismos estatales podría mantener a Milagros sin peligro del olvido futuro. El dinero, que resuelve ahora mil necesidades básicas, se agotará mañana. Sin embargo, la inserción en los sistemas cubanos de salud pública y asistencia social deberán perdurar para siempre.

Hace tres días, la periodista habanera Lirians Gordillo compartió en Facebook el acuse de recibo de sendas cartas que envió al Ministerio de Trabajo y Seguridad Social, a la Asamblea Nacional del Poder Popular, al Ministerio de Salud Pública y a la Federación de Mujeres Cubanas. En ese momento escribí en la red social: «En un minuto grato Lirians Gordillo leyó La soledad de la mujer pez en OnCuba. Sin conocer a Milagros, sin conocerme a mí, se fue a todas las instituciones donde pueden —y deben— ayudar. No pidió nada a cambio, no armó ninguna alharaca, no creyó que era la gran heroína por hacer cuanto podía. Es simple: la soledad de otra mujer que no conoce la conmovió. Y Lirians me conmueve a mí. ¡Gracias!»

Otro periodista cubano (que prefiere pasar desapercibido) también aprovechó su cercanía a las instituciones nacionales para dar a conocer el caso de Milagros. «Los ministerios harán su trabajo», me aseguró ayer con optimismo.

Yo, por otra parte, tuve la encomienda de hacerle llegar a Milagros, de la mejor forma posible, $ 137.90 CUC que dos cubanos residentes en los Estados Unidos enviaron a través de las oficinas de la Western Union. Con mi novio recorrí varias tiendas en diferentes ciudades y me empeñé en hallar los artículos que más beneficiarían a Milagros en un primer momento (de acuerdo con su tutor legal Bruno Guerra Vila). Maykel y yo arribamos a Guaracabuya y convocamos a varias vecinas que presenciaron la conversación y la entrega de los artículos de primera necesidad.

Yo preferiría —aclaro sin falso desinterés— mantenerme al margen del dinero enviado a Cuba. No obstante, varios desconocidos confiaron en que emplearía sus remesas con honestidad. Lo prometí y lo prometo. Aunque no me agrade —porque parece que me adelanto con una prueba que implica la sospecha— al final de este texto desgloso el uso del dinero y presento los comprobantes de los artículos adquiridos para Milagros, así como la constancia emitida por las oficinas de la Western Union. Si alguien tuviera (i)legítimas dudas de cuanto aquí aseguro estoy dispuesto a mostrar las fotos que atestiguan la entrega del dinero y los bienes. Pero me resisto a publicar imágenes o grabaciones de sonido que puedan asumirse como intentos del peor reality show. Sin embargo, esas pruebas existen.



Testigos de la visita a Milagros, el domingo 24 de abril:

 

Nidia Montero: directora del centro mixto Enrique Villegas, de Guaracabuya. Militante del Partido Comunista de Cuba, miembro de los Comités de Defensa de la Revolución y de la Federación de Mujeres Cubanas.

Dailí Echevarría: maestra del centro mixto Enrique Villegas. Militante del Partido Comunista de Cuba, miembro de los Comités de Defensa de la Revolución y de la Federación de Mujeres Cubanas.

Caridad Mesa: ama de casa. Miembro de los Comités de Defensa de la Revolución y de la Federación de Mujeres Cubanas.

Los donantes y las cuentas

 

Jovann Silva Delgado envió $ 87.40 CUC a través de la Western Union (comprobante 1), mientras que Yudelsy Fundora Martínez hizo llegar por la misma vía $ 50.50 CUC (comprobante 2). Ambos cubanos residentes en los Estados Unidos me enviaron el dinero a título personal, para que yo hiciera llegar a Milagros, de la mejor forma posible, los recursos materiales que más necesitara.
                          $ 87.40 + $ 50.50 = $ 137.90 CUC

Nota: Al momento de publicar este texto recibí la llamada de Jesús Granados, de Estados Unidos. Jesús envió 100.00 CUC que deberé invertir más adelante en beneficio de Milagros. Daré noticias.


Desglose de los gastos:


Olla multipropósito marca Ideal
$ 47.65 CUC (comprobante 3)
5 jabones y 3 cremas hidratantes
$ 9.30 CUC (comprobante 4)
Varios alimentos, detergente y frazada
$ 7.70 CUC (comprobante 5)
Una sábana camera*
$ 200 CUP** (8,30 CUC)
Monto entregado a Bruno***
$ 55.00 CUC
Transporte hasta Guaracabuya
$ 3.00 CUC
Otros jabones (5) y cremas hidratantes (2)****
$ 6.95 CUC (comprobante 6)
Total general
 $ 137.90 CUC


Aclaraciones:

*La sábana camera se adquirió en la tienda de productos industriales “El Titán” (esquina Céspedes y Marta Abreu, Sagua la Grande), el sábado 23 de abril de 2016.

**Moneda Nacional. El cambio se efectuó según la tasa común 1 CUC igual a 24 CUP.
CUC: Peso cubano convertible.
CUP: Peso cubano.


***Nuestra intención original fue comprar un ventilador, varias toallas y un mosquitero. Sin embargo, decidimos entregar el dinero a Bruno ante la ausencia de esos artículos en las tiendas de Placetas, última escala del viaje. Él prometió adquirirlos para su hermana.


****La compra de estos productos se realizó el miércoles 27 de abril de 2016, después de la visita a Milagros en Guaracabuya. El dinero empleado —sobrante de las compras anteriores— se mantuvo como fondo para satisfacer el deseo de Milagros, después de la obvia consulta con ella. La entrega de las cremas y jabones ocurrirá en un próximo viaje a Guaracabuya.




Comprobantes:

Comprobante 1

Comprobante 2

Comprobante 3

Comprobante 4
Comprobante 5

Comprobante 6

jueves, 21 de abril de 2016

¿Por qué escribo?


Mientras cientos de internautas de todas partes leen, se conmueven y comparten la historia vital de Milagros, Milagros permanece en Guaracabuya, sin alarmas, sin sospechas de lo que viene o puede venir. Mientras viajo entre los puntos esenciales de mi existencia, mientras trabajo, mientras me conecto a internet a duras penas y respondo decenas de mensajes, nuevas personas ofrecen ayuda en todas las gradaciones de lo admirable.

Despejo el maremágnum como puedo. En ese estado artificial de sosiego, indago inevitablemente en las razones que me llevaron un día —y no antes— a escribir una parte de la historia de Milagros Guerra Vila. Cuando yo nací Milagros iba a cumplir 32 años. Entonces tenía una limitada vida social: veía; iba a las fiestas, de noche; usaba pelucas y se maquillaba; era conocida en toda la región de Guaracabuya por su voz agudísima.

Crecí. Milagros aparecía en mi casa de vez en cuando a ver la televisión. Al principio le temía y me escondía. Mi hermano, un día, le preguntó: «Milagrito, ¿tú picas?» Me mudé: no volví a ver a Milagros en años. Crecí. Me mudé. Crecí. Me fui lejos. Milagros perdió a su padre y a su madre. Milagros se quedó ciega y se quedó sola.

La vi otra vez durante el último censo de población y viviendas. Yo la censé, y escribí un post en este blog. Pero entonces no publiqué las fotos que ahora están en todas partes, ni OnCuba catapultó el texto. Entonces Consuelo Vila proveía a Milagros, su única hija. Y ¡zas! se murió.

Más tarde volví al barrio. Milagros ciega tiraba los frijoles sobre la mesa, los reconocía uno a uno, los echaba al caldero, los comía. Y fui a verla aun cuando me advirtieron que me abrazaría, y que me besaría y que, tal vez, lloraría sobre mí. Y escribí.

No me interesó contar la historia de Milagros para librarme de ninguna culpa. No siento ninguna culpa propia. Ni creo que la caridad me llevará a ningún cielo y a ninguna tierra. Escribí porque sentí la necesidad, y el deber. Y pensé que escribir ayudaría a Milagros. A mí no me interesaba llegar con diez dólares hasta ella después de dos meses, porque esa penosa contribución no iba a resolver ni el más pequeño conflicto. Yo quería remover alguna conciencia, pero sobre todo alguna institución. No deseaba, ni deseo, que nadie rompa por gusto la paz de Milagros. No quiero que su vida se trastorne en un show mediático ni que mañana la desgracia de otro titular, de otra imagen, la sustituya. Quiero que ella vuelva a ver, y que aprenda a leer y a escribir, y que tenga la posibilidad de una vida mejor. Y con esa esperanza, envíe mi trabajo a OnCuba. Y OnCuba, con esa misma esperanza —me dijeron—, lo publicó.

Aun cuando hay miles de personas que sufren en todas partes yo escribí, nada más, de Milagros. No conozco a todos los que sufren, aunque las causas sean comunes, aunque haya que atacar las causas y no exponer los casos particulares. Frente al eje dicotómico de escribir/no escribir, actuar/no actuar, elegí las primeras opciones. Así mismo, entre la semejante dicotomía de hacer/no hacer, donar/no donar decenas de personas se han movilizado vía online. Pudieran no haberlo hecho, y lo han hecho, solo ellos saben por qué.

Con mis preguntas «sosas», espontáneas, y literalmente trascritas, llegué hasta donde Milagros me permitió. Quise exponer la paradoja de su existencia: mujer cuerda, esperanzada, medianamente feliz, paradójicamente ciega, alienada y analfabeta.

Si OnCuba no debió publicar el reportaje, si no lo debí enviar a OnCuba, si no debí haber expuesto la vida de Milagros, quiero que otros medios ofrezcan cobertura y terminen por movilizar a las instituciones que deben resolver la tragedia de Milagros. Otros medios y otros periodistas.

Han comenzado a llegar las donaciones y me cuesta comenzar por alguna parte. Está claro que no hace falta alquilar taxis ni pagar una operación de cataratas. Cuba ofrece servicios de salud gratuitos y universales. ¿Por qué Milagros no ha sido beneficiada? ¿Por qué su madre no se ocupó cuando pudo? ¿Por qué las instituciones se olvidaron? No sé.

Una periodista habanera aseguró que no paraba hasta llegar con el texto y las fotos a la Asamblea Nacional, a la Federación de Mujeres Cubanas, al Ministerio de Trabajo y Seguridad Social. Devotos de diferentes iglesias quieren, además, conseguir que Milagros «no vuelva a estar tan sola otra vez». Desde Estados Unidos han logrado recaudar hasta ahora 235 dólares que se destinarían a mejorar las condiciones de vida de Milagros. Ya comenzaron a llegar donaciones por la Western Union.

Yo no sé adónde llegarán todas las acciones, y no quiero imaginar que alcancen los efectos contrarios a mis intenciones. Ahora, si las redes sociales capaces de convocar un flasmob, capaces de promover un GoFundMe, capaces de incentivar la subversión, también resuelven una vida —una sola vida— diré que estoy satisfecho, y me iré a casa, y que se olviden de mí.
 

lunes, 18 de abril de 2016

Milagros en todas partes



Nunca imaginé que ningún texto mío llegaría a atraer la atención de tantos lectores. Ni que superaría el límite entre las pantallas frías y la vida común. Desde la publicación de La soledad de la mujer pez en OnCuba, el 15 de abril pasado, he recibido mensajes —por Facebook, por gmail, por sms, de unas a otras personas y hasta mí— desde América del Sur, Estados Unidos y Europa, sin contar con el enorme aluvión de correos de cubanos y cubanas residentes o no en la Isla.

Todo el mundo quiere ayudar a Milagros desde cualquier parte. Cada quien desea enviar cuanto pueda: ropas, alimentos, otros bienes… Ayer, una maestra de Guaracabuya se ofreció voluntariamente a enseñarla a leer y a escribir. Hace unas horas un maestro de La Habana dijo también que estaba dispuesto a alfabetizarla, sin preguntar si quiera cuán lejos estaba Guaracabuya de la capital.

A cada momento aparecen nuevos ofrecimientos desde nuevas regiones de Cuba o del mundo. Alguien me llamó desde Dallas, Texas. Varias personas que nacieron en Guaracabuya y conocieron a Milagros crearon un gofundme en internet. A estas horas han logrado recaudar 65 dólares de un total de 5 000. Desde Estados Unidos, también, me dijeron que el texto y las imágenes cada vez llegaban a más personas. Me cuesta decir que “se habían vuelto virales”.

Puede que la imagen de Milagros haya conmovido a todos en todas partes. Puede que la fatalidad de ella haya servido para experimentar la propia fatalidad de uno, por insignificante que sea. O no sé —ni ahora mismo estoy tan interesado en hallar las causas de esta reacción. Milagros ha conmovido a decenas de personas que desean hacer alguna cosa, cualquier cosa concreta desde cualquier parte.

Pero, también hay que decirlo, Milagros solo ha conmovido cuando apareció en los medios y en las redes sociales. Antes no existía. Por supuesto, antes casi nadie sabía ni se imaginaba que existía. Aún así, un amigo me advierte que Milagros no es la única persona que necesita ayuda en Cuba. “Hay muchas más personas, lo que pasa es que ahora Milagros ha causado interés porque está en los medios”, precisa.

Y él tiene toda la razón. Pero después que cedí a escribir la historia no tengo el derecho de negar a nadie su contribución a Milagros. Es verdad, también, que tengo miedo. No sé cómo mantener las cuentas claras, no sabría cómo desempeñarme, ni sé cuál es la mejor manera de hacer llegar el dinero y los recursos hasta Milagros si yo, nada más, soy periodista. Por otro lado, su único hermano en capacidades mentales plenas —Bruno— padece cáncer y no podrá hacer tanto como quisiera.

Yo no pretendo —ni quiero, ni podría— sustituir a las instituciones cubanas encargadas de atender a Milagros. Espero que la noticia de que ella existe llegue a todas partes adonde deba llegar, o tendré que llevarla yo mismo. Salud Pública y Bienestar Social deben encargarse de una vez de Milagros, puesto que sus hermanos, por las razones que sean, no pueden.

Es inevitable que ahora yo comience a recibir dinero donado a Milagros. Y me pregunto dónde termina mi deber como periodista y donde comienza una labor humanitaria que no me compete a mí. ¿O sí?

En definitiva, aclaro: lo que llegue hasta a mí será entregado a Bruno y, de mutuo acuerdo, proveeremos a Milagros de los bienes que más necesita. Pero la prioridad será insertarla en el sistema cubano de Salud Pública para que sea operada y pueda aprender a leer y a escribir. Otra vez: yo no pretendo sustituir a ninguna institución que deba asumir la responsabilidad. Nosotros las “agitaremos”, si es preciso, para que reaccionen. Y ellas deberán asumir. Y ellas deberán actuar.

Nosotros —yo, como cualquiera de ustedes— acompañaré a Milagros hasta donde pueda, contaré la historia y fundaré mis esperanzas en que no vuelva a ser necesario otro reportaje de esta naturaleza en OnCuba, en que nadie más —nunca— necesitará a otro periodista.

La soledad de la mujer pez



…como algo ante lo que uno tiene que quitarse la mirada
Lina de Feria

En unos pocos meses Milagros Guerra Vila cumplirá 57 años. Si mira atrás, un día tras otro, un día interminable, tendría que sufrir. Si mira adelante, ciega como está, no alcanzaría a ver ningún futuro. Pero ella no maldice las circunstancias, no culpa a los humanos, no responsabiliza a Dios, no se compadece a sí misma. Uno tiene la odiosa certidumbre de que Milagros, entre las cuatro paredes de su casa sin luces, alcanza una parte de felicidad. Y uno, por oposición a todas las razones posibles, sabe que las medias esperanzas de ella dejan sin sentido el conflicto banal de todos los demás. De un tajazo.

Milagros nació en 1959, en Guaracabuya. El centro geográfico de la Isla había sido siempre un destino fatal para nacer, incluso en el año de la Revolución victoriosa. Ella nació con ictiosis, una enfermedad que reseca la piel. Donde debía tener la epidermis tersa, tiene la cubierta escamosa de los peces. Nació sin pelos, con colmillos exagerados, con párpados al revés.

Enseguida la maledicencia culpó a su madre por el fruto de su vientre: dicen unos que Consuelo Vila, en un intento desesperado por detener el ascenso de su prole, bebió petróleo. Y otros más, apelando al principio de la crueldad universal, recuerdan que todo el mundo tiene lo que se merece: si antaño Consuelo no hubiera calmado la lujuria de sus patrones tampoco hubiera contraído el mal. Pero lo contrajo, y enfermó la sangre que enfermó al feto. Como quiera que sea, el lunes 7 de septiembre de 1959, a la luz de las cuatro de la tarde, la niña inconcebible nació. Y su madre, para protegerla, la dejó en casa.

Milagros no tenía ninguna discapacidad física diferente al estigma de su piel escamosa. Y por esa marca, y porque los otros niños le temían, y porque los adultos preferían evitarla, no entró a las aulas ni tuvo maestros ambulantes. Aunque la campaña de alfabetización enseñó a leer y a escribir a miles de personas, ella sigue analfabeta. Hasta 2010 apenas existía: por más de 50 años una tarjeta de menor —y nada más— aseguraba ante las leyes que Milagros había nacido, y que vivía olvidada en un barrio de Guaracabuya.

El día que Bruno, el hermano, solicitó la prueba actual de su existencia, Milagros no acudió a la oficina del carné de identidad. No firmó. No estampó su dedo en el papel. Como si no fuera —como si nunca hubiera sido— un ser lógico. Milagros no se imagina qué mundo existe después que se diseminan las últimas casas en el paisaje rural de Guaracabuya.

Bruno, médico veterinario, supone que ella padece cataratas. Pero, ciega como está, sola como vive, Milagros no es capaz de llegar hasta el oftalmólogo. Todos sus hermanos, incapaces, agobiados en sus propias desgracias de vida o muerte, temen subirla a un superbús. Dicen que asusta a los niños. Dicen que ni siquiera los médicos quieren verla.


***
Volví a llegar a su casa, después de varios años. Hablé para que me reconociera. Y otra vez, al instante, recordó que yo le temía, que le “salí huyendo” cuando era un niño. Esquivé el recuerdo. Ahora nada le alegra más que las visitas, las pocas, poquísimas visitas que recibe.

—Entonces, dime: ¿qué quieres saber de la vida mía?, se adelantó enseguida.
—¿Por qué no fuiste a la escuela?
—A mí me hubiera gustado ir. Mi mamá puso a mis hermanos en la escuela, pero a mí nunca me llegó a poner. Como yo digo, si no me llevó, que me hubiera puesto a alguien aquí en la casa que me enseñara a leer y a escribir. Ya, a estas alturas con la vista que tengo no puedo aprender a leer y ni a escribir, ni a discutir…
“Mi mamá a lo mejor lo hacía para que los muchachos no se burlaran de mí o algo, a lo mejor ella lo hacía por eso…”
—¿Pero tú sí querías ir? ¿A ti te hubiera gustado…?
—A mí sí me hubiera gustado. Antes yo cogía las libretas y me hacía la idea… Yo escribía siempre algún numerito… y a veces me guiaba por otro papel y escribía. Si yo aprendí sola a cocinar y aprendí a lavar, aprendí a coser…
—¿Y cómo fue tu infancia, si no pudiste ir a la escuela? 
—Ná´, vivía normalmente aquí, trabajando, barriendo, fregando...
—¿No te gustaba salir a jugar con otros niños, salir al barrio?
—Yo jugaba con las muchachitas de una vecina. Una de ellas a veces hacía el papel de maestra y se ponía a darme clases. Mira, si ella no se hubiera ido pa´La Habana, me hubiera enseñado a leer.
—¿Tú sentiste alguna vez que la gente te rechazaba?
—Sí, alguna gente sí. Una vez vino una artista a cantar aquí en Guaracabuya y no sé si es que me cogió miedo, o no sé... Y una vez, en una fiesta, había una muchacha que cada vez que me veía cogía y se escondía. Pero no importa, otras me saludaban, y me abrazaban y me daban besos.
—Ya tú no vas a las fiestas. ¿Te gustaría ir de nuevo?
—Ah, eso es lo que más quisiera yo. Mira, mis hermanos salen por la noche y yo me quedo solita aquí. Yo cojo y tiendo la cama y me acuesto a las 9:00 de la noche, porque ¿qué hago yo aquí sentada?, sola aquí…
—¿Y volver a ver? ¿Eso no es lo que más tú quisieras también?
—Bueno, si tengo posibilidad y el médico ve que puedo operarme. Si no, seguiré así hasta… A mí lo que más me gustaría es tener la vista bien, ser independiente de mí misma, no tener que estar arreguindá´ de nadie. A mí me gusta hacerme mis cosas.
—Milagrito, ¿nunca te has enamorado?
—Mira, te voy a decir una cosa: hombres, enamorados, he tenido yo unos cuantos.
—¿Y se lo has confesado?
—Bueno, se lo he demostrado de otras formas.
—¿Cómo?
—Cuando los abrazaba les daba muchos besos.
—Dime ahora, ¿qué te hubiera gustado estudiar?
—¿Estudiar? Bueno, si yo te dijera una cosa: ya que tanto me han dicho que yo soy una abogada, me hubiera gustado estudiar leyes.
***


nadie hablará de ti pero te quedas
Lina de Feria

Hace un par de años, Consuelo Vila se levantó con fatigas. Se arregló como pudo y caminó a rastras hasta el consultorio médico de la familia. No volvió jamás a su casa: murió por descuido, por vejez, por malnutrición. No tuvo tiempo, aunque fuera en agonía, para asegurar el futuro de su hija.

Sin la madre, el círculo alrededor de Milagros comenzó a cerrarse. Hace poco, a partir de la restricción nacional de las gratuidades “no justificadas”, ella perdió su pensión por concepto de asistencia social. Y aunque en ese momento desesperado Bruno logró que le transfirieran los 240 pesos del retiro de su padre extinto, Milagros no clasifica en la categoría de “asistenciada social” porque según “los papeles” su hermano Lázaro —un hombre tarado que la amenaza con “meterla en el asilo”— recibe una pensión bajo aquel mismo techo.

“Si no entrara ningún salario en el núcleo entonces se le abriría un expediente y se le aprobaría una chequera de asistencia social. Ya una vez ella tuvo esa pensión, pero se la quitaron antes de que yo trabajara aquí”, recuerda Marisleidys Batista Carvajal, la trabajadora de Bienestar Social encargada de los “casos más necesitados” de Guaracabuya.

Aun así, en las vidas más adversas la incoherencia fundamental entre el desamparo mismo y las categorías creadas para proteger a los desamparados, no alcanza ningún sentido. La burocracia no vale nada cuando el miedo común a “lo nunca antes visto” ya apartó a Milagros del sistema de Salud Pública. Ningún enfermero, ningún doctor, ningún asistente social de ningún hospital, se encarga habitualmente de ella: ni Milagros va al médico, ni el médico (especialista) viene a Milagros.

“Ella —dice Bruno sin alejarse de su hermana— no es un caso normal, aunque no quiera entenderlo. Milagros no puede salir en una guagua por ahí pa´llá cogiendo polvo, porque tiene los párpados abiertos. Si de todas formas yo la montara en el superbús, ¿qué haría todo el mundo? La gente la rechaza, los vejigos empiezan a dar gritos; es un espectáculo. Ella necesita un vehículo que la lleve y que la traiga”.

“Hace tiempo —prosigue Bruno— yo vi a un médico y me dijo que iba a venir por acá, pero nada. Figúrate, a nadie más le duele esta muela”.

Ahora mismo la ambulancia de Milagros no viaja hasta Guaracabuya. Ni los médicos de ninguna parte saben que existe una mujer con los párpados demasiado abiertos, con la piel demasiado seca y escamosa. Ni ella, la doliente, está demasiado interesada en su destino: qué puede hacer —a estas alturas— el pez fuera del agua. Se va, deja la conversación. Comienza a barrer la casa oscura, a tientas.

Como todos los domingos Bruno trae unos pocos alimentos: maní, azúcar, yuca pelada, plátanos maduros, arroz para los pollos. Se va pronto y Milagros vuelve a la escena goyesca de siempre: lanza los frijoles crudos sobre la mesa en penumbras. Por el más básico instinto de sobrevivencia tira cada (supuesto) frijol al caldero. Reconoce las semillas con sus dedos y no piensa que morirá sin haber sido amada jamás. Aparta las piedras y elude su vida sin milagros. Tantea el fuego y olvida que la condenaron cuando nació.


En 2009, después de enviar cartas a todas las instancias posibles, Consuelo Vila consiguió que el Gobierno le construyera una casa a su hija.

Cada domingo, siempre que pueda, Bruno visita a Milagros. Ahora, por desgracia, el buen hermano padece cáncer.



martes, 3 de noviembre de 2015

La ingenua vida de una loca con ojos de cristal


Mónica Gisela nunca sabrá que es loca, ni estéril, ni huérfana. Cada día ella lee los periódicos al revés, se reconoce en las fotos de revistas donde no está y habla con su madre muerta mientras se reclina en un taburete devorado por los comejenes.

Su propia casa va siendo reducida poco a poco por las termitas implacables. Su ojo de cristal va haciéndose más grande mientras el resto de su cuerpo se vuelve más pequeño. Sus sillones pierden los balances mientras ella busca leña para mantener el fogón.

Mónica Gisela no sabe cuándo es hoy, o mañana, o antes, o después. Ni sabe que la muerte es por ahora el único final seguro.

Pero ella, por lo menos, conserva el pasado, o el recuerdo del pasado. Cuando era niña los maestros la enviaron de vuelta a su casa porque —tan irascible como era— golpeaba a sus compañeros de aula. Cuando era adolescente perdió el ojo izquierdo en medio de una batahola con su abuelo. El abuelo, con las garras, la dejó tuerta. Cuando era joven sus padres pidieron a los médicos que la hicieran estéril, para que no pudiera procrear otra criatura desquiciada. Para que no conociera el placer.

Mónica Gisela llegó a Guaracabuya después de la muerte de su padre. Los tranquilizantes diarios habían quitado la razón a su madre, que pronunciaba palabras sin voluntad por los rincones de la casa. El día que Angelina iba a morir miró a su hija toda la mañana, lloró incesantemente, y se durmió sin más aspavientos.

En el campo, la joven demente había aprendido a cocinar y a cuidar el ganado. Le habían dicho que tenía que madrugar para ocuparse de las gallinas y de las vacas y de los agricultores. Y todavía sigue madrugando en Guaracabuya, aun cuando lo perdió todo.

El cambio de vida y el trastorno del paisaje han alterado su sentido del tiempo. Ella —desentendida de los relojes— se levanta, almuerza, come, duerme… según avanza el sol sobre su cabeza. Pero esa misma percepción ha sido alterada: Mónica Gisela puede dormir a las cuatro de la tarde y levantarse a los once de la noche, pensando, diciendo, refutando, que ya es mañana.

De madrugada —cuando ella cree que es madrugada— enciende el fogón de leña, hierve la leche, cuela el café, desayuna, desprende a las gallinas ajenas de los palos, y cumple su meticuloso ritual. Toma el ojo en sus manos, se queda tuerta sin guardar las apariencias y lava la pequeña pieza. Después, hace como si recobrara la visión.

Un día Mónica Gisela perdió, por segunda vez, el ojo. Aunque todos fuimos a ayudarle en su búsqueda, no fue hasta una semana después que la pequeña bola de cristal apareció en una grieta del piso, debajo de la cama. Enseguida lo tomó y lo puso en la oquedad de su cara, completando otra vez su anatomía lisiada.

Mónica Gisela aprendió hace muchos años que las mujeres se maquillan. Y ella, tan loca como es, se pone creyón fuera de los labios. Una fuerza incontenible la compulsa a dibujar una boca, una sonrisa, más voluptuosa que la suya propia. Mónica Gisela, cuando se pinta, concibe para sí misma unos labios que no le pertenecen. O sí.

Esta loca rural sueña con estar en Palmas y Cañas, el programa campesino que ha visto toda su vida. Ella misma se reconoce en las mujeres que no son ella, y cree que traspasa la pantalla. Ella misma es incapaz de reconocerse. En el colmo de la locura se cree otra mujer.

Esta loca, loca de nacimiento, desea volver al campo a pastorear animales que murieron, a atender agricultores perdidos, a vivir en su casa que no existe.

Ella no sabe —y no sabrá— que nunca volvemos.


Mónica Gisela en su casa de Guaracabuya.


Nota: La  pintura inicial que acompaña este texto pertenece al norteamericano Henry Darger. Este  artista brut —tan perturbado como era— escribió e ilustró una novela de más de 15 mil páginas.

lunes, 2 de noviembre de 2015

¿A dónde van las máquinas?


Vuelan el camino. Incluso limitadas por su medio siglo resultan más rápidas y más cómodas que las guaguas y los camiones de la terminal, tan pacientes. Las máquinas llegan antes. Se llenan y parten. Sirven a los pasajeros cuando se acabaron otras opciones más baratas. Y cada día valen más.

«Antes te pedían 30 pesos, pero ahora son 40, o 50 cuando es más tarde. Y eso llegó para quedarse —se quejó ante mí una pasajera—. Imagínate, yo voy para Cifuentes y tengo que pagar lo mismo que si fuera para Sagua la Grande...».

«Pero, señora, siempre puede irse en el transporte público…», la provoqué yo. «Mi´jito, cuando no hay transporte público hay que morder aquí. Además, las máquinas son mucho más rápidas, y una tiene necesidad de llegar a tiempo», remató la conversación ella.

En realidad, desde que el Estado Cubano derogara en 2010 las tarifas para el transporte no estatal, los choferes han tenido vía libre para alzar los precios a su conveniencia. Y los precios han subido, por supuesto.

Después de indagar aquí y allá, uno no se cree que exista una justificación exacta, real, para el aumento de las tarifas. Uno, por alguna tendencia a la eterna sospecha, imagina que se trata de una jugada oportunista de los beneficiados.

Los choferes de todas partes dicen, de mala gana, que ellos suben porque toda Cuba sube. «¿En qué país tú vives, chico?», me preguntó uno con sarcasmo esta semana. «Si quieres respuestas mira a tu alrededor y entrevístate tú mismo». «A nosotros nadie nos da petróleo, ni gomas, ni agua ni para el radiador… Tenemos que pagar la patente, la piquera y el seguro social. ¿Entonces?», me emplazó otro más.

Y acaso es una coartada construida entre todos, o es, en definitiva, la verdad.

Según Jorge Sánchez Alfonso, administrador del sector no estatal del transporte en Santa Clara, con la Resolución 399 del 2010 el Ministerio del Transporte otorgó licencia operativa de carácter nacional a todos los transportistas. A la vez, estas disposiciones dejaron sin efecto las tarifas normadas y establecieron la oferta y la demanda en todo el territorio cubano.

Con esto, los precios suben de la mañana al mediodía y a la tarde. «Hoy cada cuentapropista determina el costo directamente con el usuario. Y si uno quiere usar su medio tiene que pagarles lo que pidan. Así, no hay ninguna posibilidad de que el Estado regule las tarifas», explicó Sánchez Alfonso.

Ahora bien, gracias al abandono del Estado, el pretexto de la llevada y traída ley de oferta y demanda vino como anillo al dedo de los transportistas no estatales. Con esa coartada algunos carretoneros aumentaron su tarifa de 3 a 5 pesos, y los choferes de las máquinas elevaron de 30 a 40 pesos la ruta Sagua-Santa Clara, por ejemplo.

Aquí la oferta y la demanda, en la rectitud de su concepto, resulta discutible. Nadie cree a estas alturas que se trata de una oferta negociada, verdaderamente dispuesta por el consenso entre los que sirven y los que buscan un servicio. Se trata, estrictamente, de la única oferta que existe, sin competencia de terceros.

Ningún chofer propone y discute con los pasajeros. Ningún chofer disiente de los demás, gracias a su sólido espíritu grupal (¿de clase emergente?). Los conductores imponen y los pasajeros, a veces sin más remedio, pagan. Si no, se quedan sin montar en el carro de estos tiempos convulsos.

La misma ley no solo permitió que los choferes de Sagua-Santa Clara elevaran sin mucho aspaviento su precio hasta 40 pesos y eventualmente a 50. ¿Quién asegura que mañana no alzarán más las tarifas? En la teoría y en la práctica, ellos pueden.

Pero imagínese también que mañana, pasado mañana, la semana que viene, todo el mundo decida no servirse más de las máquinas. Figúrese que las piqueras en todas partes se queden vacías, con los viejos autos americanos a la expectativa. A pesar de la desgracia para uno mismo que trabaja o estudia, que tiene que llegar a tiempo, que está metido en mil contingencias… si la gente se negara a subir a los coches de 5 pesos y a las máquinas de 40 entonces puede ser que sí, que los carretoneros y choferes tuvieran que fijar un precio más adecuado al salario de los cubanos sin remesas.

Sí. Entonces los pasajeros obligarían a los conductores a atenerse a la demanda real y no al supuesto imperativo creado por ellos mismos, dueños absolutos de las riendas y el timón.

Esta semana, los choferes de Sagua la Grande —reticentes, indispuestos ante mis preguntas— alegaron que ellos tienen que pagar la patente (350 pesos mensuales), la piquera (50 pesos) y la seguridad social. «¿Con eso, hijo, cómo no vamos a subir el precio?», se defendieron.

Palabras, palabras… En un solo viaje, de una ciudad a otra, ellos pueden recaudar conservadoramente 240 pesos. Y en un solo día cada vehículo hace varios recorridos, de manera que la ganancia crece hasta una cifra alta e imaginable. Los choferes suben —y subirán más— mientras el Estado observa.

De paso por todas partes, en medio de la gran multitud de viajeros contrariados que surgen aquí y allá, también apareció una sospechosa defensora de los conductores. En su reaccionario alegato la mujer se opuso, incluso, a otros viajeros: «Ellos —los choferes de las máquinas— son los dueños de su transporte. El que tenga dinero que pague, y el que no, que no viaje», remató con ímpetu.

A estas alturas ya sé a dónde van las máquinas, pero no sé a dónde vamos nosotros.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Buscadora de tesoros

 Para Leydi
—Abuela, ¿qué haces abriendo un hueco?
—Ven acá. Te voy a contar, pero no puedes decírselo a nadie: en este lugar me encontré, enterrada, una lima* de tres caras. Esas limas se usaron en Cuba en la época de los españoles. Y como esta apareció en posición vertical yo creo que indicaba algo más. ¡Aquí hay un tesoro enterrado! En mi patio…
—Pero, Abuela…
—Estoy segura. Yo sé que la gente señalaba tesoros así. Y voy a encontrarlo.
—Bueno, te ayudo…
Abuela y yo cavamos hasta el cansancio. Cada vez que aparecía alguien en el patio de la casa, la vieja, provista de pico y pala, encontraba la excusa ideal para evitar las sospechas inoportunas. «Porque la gente es mala, y se ríe», decía ella.
Cavamos. Mi hermano, más fuerte que nosotros, se sumó al grupo. Alcanzamos un metro de profundidad sin encontrar nada. Llegamos a dos metros y solo aparecieron restos de una antigua vasija de barro. Mi abuela, desencantada, concluyó:
—Evidentemente alguien llegó antes que nosotros. Y, cualquiera que haya sido, dejó esta lima para despistar en el futuro. Pero aquí hubo un tesoro, en mi patio. Me pude haber hecho rica…




*Lima: Instrumento metálico, con la superficie finamente estriada en uno o en dos sentidos, para desgastar y alisar los metales y otras materias duras.



jueves, 9 de octubre de 2014

El género, la muñeca y el cintillo

Esta mañana en una tienda de Santa Clara un niño que todavía no cumplió diez años lloraba con estridencia. Al escuchar con atención, apartando los sollozos, todo el mundo alrededor supo que el niño era infeliz, como son infelices tantos niños que jamás obtienen los juguetes que desean. Pero este niño, buen niño, deseaba un juguete posible, un entretenimiento que la aparente economía de su familia podía costear. Sin embargo, el juguete posible es, a veces, el juguete prohibido. El niño, nuestro niño, reclamaba para sí una muñeca Barbie, que además, venía empaquetada junto a su pareja, un hombre tan estilizado como ella misma.

La abuela estaba dispuesta a complacer cualquier extravagante deseo del nieto conque no fuese el que efectivamente era. Cualquier juguete, cualquier diversión, cualquier precio, menos la muñeca. En medio de una multitud indetenible, al centro del ajetreo de gente que buscaba en cajones desordenados chancletas pares, la señora espetó sin contemplación:
—Tú eres macho… y los machos no juegan con muñecas.

Nuestro pobre niño, a su edad, aún no comprendía qué límites impone ser macho. Seguía la perreta, mientras se negaba el juguete, la muñeca, el goce. Y la abuela, perpleja ante tanta insistencia, tuvo que repetirle al niño, repetirse a ella, repetirle a la gente, repetirle al mundo entero que el niño era macho, y los machos no juegan con muñecas, los machos juegan con carros y pistolas, y las hembras (ah, las hembras) juegan con muñecas. Y tú no eres hembra.

Nuestro machito, limitado para siempre, deseaba un juguete, que era, a la vez, un modelo de personas heterosexuales, blancas, estilizadas y occidentales. Pero frente al prejuicio él solo era macho y la muñeca era la muñeca y la abuela sabía que los machos no juegan con muñecas. Y nada más importaba. Yo me fui de la tienda art déco, tan felizmente decorada con las garzonas de Conrado Massaguer, y el niño infortunado seguía llorando.

***
Ayer me acomodé un cintillo plástico en la cabeza para impedir que el pelo me molestara sobre la cara. Mi sobrino, asombrado ante esa imagen, preguntó a todos en la casa: «¿Y los machos usan cintillos?»

Anoche, cuando tocaron a la puerta mi madre me pidió que dejara a un lado el cintillo. Al principio dijo: «Luces horrible», y aclaró un momento después: «Nunca he visto a ningún hombre con cintillo». «He visto a miles», respondí.

Y ahora también he visto que el cintillo ha de ser prenda vedada para los varones, a pesar de su utilidad. Se inventó para las mujeres, no para mí. Dios mío… un simple cintillo plástico sin adornos ni flores ni flecos. Aunque, dígase la verdad, si tuviera adornos y flores y flecos quizás sería mejor.

Ha de ser que en alguna parte de alguna escritura sagrada que rige nuestra vida está escrito que los niños no jugarán con muñecas y los hombres no usarán cintillos, por una cuestión natural, dada, que precede al ser humano. Pero una niña tendrá para sí todas las muñecas del mundo, aunque representen inalcanzables modelos de belleza, aunque reproduzcan, per saecula saeculorum, roles de género injustos y desiguales.

En el mundo del género, que es, en definitiva, nuestro mundo, algunos asumen naturalmente el prejuicio. Otros se oponen. Y también hay algunos héroes/heroínas: travestis que transgreden las normas, y que no son ni lo uno ni lo otro, y son las dos cosas, y son nada y lo son todo. Y hacen las calles. Y quizás jugaron con muñecas. Y usan cintillos. Y les importa o no les importa el género. Pero lo desafían.   

viernes, 27 de junio de 2014

Camiones

Hay que viajar en camión. En cualquier camión particular que preste servicio en las terminales intermunicipales cubanas. Más allá del resultado básico —llegada tardía y cansancio múltiple— uno tendrá la oportunidad de padecer una experiencia alentadora. Digo esto basado en la lógica que plantea que las vivencias negativas siempre exaltan otras vivencias menos negativas; es decir, en este caso, el camión eleva la (dudosa) comodidad de los ómnibus Yutong e, incluso, la ortopedia insoportable de las guaguas Girón.

Los camiones recorren todas las carreteras; cubren todas las rutas. Habrá poquísimos sitios de Cuba a donde no lleguen. Hay camiones de todas las formas y apariencias: viejos Chevrolet, Ford y Dodges adaptados a las nuevas (no tan nuevas) circunstancias, guarandingas engendradas a partir de antiquísimos aparatos, camiones cerrados que exacerban la claustrofobia y camiones abiertos y enrejados como jaulas, camiones que disponen de lonas desplegables para que no te mojes si llueve  y camiones sin lona para que te mojes si llueve, camiones con muchos asientos y otros con muy pocos, camiones calurosos y frescos camiones que estropean el peinado. Por supuesto, hay algunos camiones veloces que viajan por carreteras donde se cruzan con otros camiones lentos, muy lentos.
               
Ahora sí, la experiencia nos lleva a comprobar que la gente, sobre los camiones, llega a ser más comunista que nunca. Después de las sacudidas, de los frenazos intempestivos, de las paradas por iniciativa propia del chofer, la masa proletaria se va acomodando: uno sobre el otro, la otra sobre el uno, todos sobre todas y viceversa. Los pasajeros comparten el sudor ajeno, la causa común, el cielo de zinc. Por lo general todos se unen en un frente cerrado contra el chofer que, por hacer el bien a los que están abajo, sube a uno y a otra y a muchos más, mientras va haciendo el mal a los que están arriba. Y la gente protesta hasta que alguien contradice las razones de los inconformes: «Si tú estuvieras botado en el medio de la carretera seguro querrías que te recogieran». Así queda zanjada la pugna entre los que están arriba y los que están abajo. Y sucede el abrazo colectivo, íntimo, sobre el camión.

En todos los camiones una mujer carga a un niño y un hombre cede un asiento (también podría ser al revés) y alguien se hace el loco y se niega a dar el puesto y alguien más dice que los tiempos están perdidos, que no hay cortesía, que para qué la gente va a la universidad… Hasta que todos se reconcilian otra vez por la causa común, bajo el cielo de zinc, y los ánimos se bajan. Y también, alguien siempre alude al embarazo, para decir que hay demasiada apretazón. Y Fulanita tiene que decirle a Menganito que por favor se separe, que está demasiado cerca. 

La gente, en realidad, no viaja en camiones porque quiere. Sucede que los Chevrolet, los Ford, los Dodge… son los vehículos de trasportación humana más baratos después de los ómnibus de la Terminal (entiéndase por esto guaguas Girón, superbuses, algunas guarandingas multifuncionales que todavía existen, e improbables guaguas de Transmetro que nunca están programadas oficialmente). La gente empezó a adaptar estos aparatos —camiones norteamericanos de los años 50— en medio del Período Especial, cuando el transporte público se derrumbó.

Por su parte, las personas que viven en los municipios y trabajan en las cabeceras provinciales no pueden viajar a diario en camiones, pues la tarifa también se ha actualizado (es decir, alzado) más o menos recientemente. Antes, por ejemplo, viajar en camión de Placetas a Santa Clara costaba cinco pesos cubanos. Hace pocos años los choferes subieron el precio a diez pesos, sin que ninguna autoridad pertinente haya exigido la vuelta a cifras más racionales. De Sagua la Grande a Santa Clara también subieron las tarifas en el mismo tiempo, como si existiera un pacto muy serio entre camioneros. Al final siempre ganan los choferes y pierden los que viajan detrás. (Si uno pretende realizar un reportaje de investigación sobre el tema va a encontrase con choferes que dicen que a ellos el Estado les subió los impuestos, que el combustible está caro, que a menos de diez pesos la cuenta no da... Y parece que dicen la verdad). 

Mientras tanto, la gente saca cuentas y economiza el salario entre las guaguas de la Terminal y los camiones particulares. A las máquinas van menos, porque las máquinas son para los que tienen familia afuera o un negocio muy próspero o un enfermo en el hospital o una necesidad tremenda. Vamos a los camiones, enrejados o asfixiantes. Lentos. Vulgares. Vamos donde podemos.

lunes, 23 de junio de 2014

Día de lluvia

Desde el balcón uno mira con nostalgia inconfesada el mar que bate la línea artificial de la costa. Esta mañana La Habana parece un fotograma de Memorias del subdesarrollo. Otra vez nos acude la sensación de que la realidad se parece a la ficción y no al revés. 

El mar de leva ha devuelto al Malecón las islas de basura que lanzamos a las aguas. Más adentro, la tempestad y la brisa marina han carcomido los edificios. El salitre diluido en el terral socava los ladrillos, desnudando las estructuras de las casas más antiguas. Centro Habana parece hostil. La suciedad, la peste, la pobreza… también diluyen mis deseos de vivir en La Habana. Dicen que las autoridades encargadas cierran los edificios con riesgo de derrumbe y buscan albergue a los inquilinos, pero, otra vez otras personas se alojan en los mismos cuartos precarios. Viven en medio de la posibilidad del derrumbe, de la muerte.

El tráfico incesante de los autos me hace recordar, por oposición, la tranquilidad del campo. Para alguien que abraza el sosiego de provincia San Lázaro y Galiano —principales arterias del bullicio y del movimiento mecánico— parecen caminos del infierno.

Poco a poco el Vedado se va levantando bajo la lluvia. En la calle 23, centro del habanerocentrismo, un vendedor de periódicos guarece sus diarios de la lluvia sin dejar de vocear: ¡Compre el periódico Granma! ¡Lea el chisme que le levantaron a Despaigne en la página 11…! Por un momento retornamos a La Habana del pasado: cuenta una profesora de Periodismo que antes de la Revolución los voceadores de diarios anunciaban acontecimientos falsos para vender más: ¡Entérese de lo que sucedió en Las Villas!... aunque en Las Villas no había sucedido nada. Al paso, todo va cobrando sentido. Los sucesos insignificantes del presente se atan a otros sucesos insignificantes del pasado, y juntos van tejiendo un entramado de situaciones que probablemente no recordaremos más.

A la altura de la Calle G, donde se reúnen las tribus urbanas, había cesado la llovizna. En un banco húmedo una mujer alzaba la Biblia y leía a su hijo —o a su joven amante— un versículo que condenaba la lujuria. El mismo lugar que ocupan los emos en la noche, sirve de día a un culto cristiano improvisado. Los espacios cambian de aspecto al turno de sus habitantes.

De vuelta al Malecón las olas encrespadas sobrepasan el muro y se lanzan contra la carretera, creando pequeños lagos de agua salada que los carros evitan. Mientras la vida acontece, y tienen lugar los sucesos intrascendentes que atan al presente con el pasado, y los sitios de la ciudad van tomando la naturaleza de las personas que los habitan, y los ladrillos de Centro Habana se van consumiendo con una lentitud secular, comienza a lloviznar nuevamente. Y la gente va guareciéndose como puede en la ciudad hostil. Desde el balcón nos creemos protegidos del mar, hasta que pensamos en el salitre.