miércoles, 14 de mayo de 2014
Juan del Diablo
Comenzó a llover y nos ordenaron sentarnos contra la pared. La lluvia había interrumpido el trabajo, pero no parecía que iba a demorar tanto como deseábamos. Un oficial llamó a varios soldados y les dijo que pasaran al interior del edificio, cada uno a su turno. El jefe de la unidad quería hablar con algunos de nosotros en una oficina improvisada. Yo intuí que me llamarían.
Todos, antes que yo, salieron sin saber exactamente qué motivaba al militar. Sería una conversación inesperada y selectiva. Entré.
—Siéntese, me dijo el Teniente Coronel.
—Así que usted va a estudiar periodismo…
—Sí, cuando termine el Servicio.
—Esa es una carrera muy importante. ¿Te dio trabajo cogerla?
—No demasiado, respondí sin muchos deseos de hablar.
A Juan de Dios le habían cambiado el nombre hacía años. Él sabía que los soldados y los suboficiales lo trataban como Juan del Diablo para burlarse de su poder. Yo había creado una imagen suya coherente a ese alias: Satanás castigador. Cuando me senté frente a él, en la oficina a media luz, reconocí en ese hombre odioso la causa de mi pesar. Era negro, alto, flaco. Tenía modales vulgares. Me asustaron sus ojos amarillos de fiera.
Hizo otra andanada de observaciones irrelevantes (Ha comenzado a llover temprano, Tendrán que volver a trabajar mañana…). Entonces soltó el gran asunto:
—Yo creo que tú eres bisexual…
Yo no soy un ser sosegado, pero recurrí a una calma ajena, inesperada.
—No, no soy bisexual. Soy heterosexual.
—A mí me parece que eso es mentira.
—A usted le puede parecer lo que sea. Quien sabe sobre mí soy yo.
—Mira, esta Revolución es tan grande que tiene lugar para todos, incluso para ti. Si confiesas que eres bisexual te vas a otra parte.
—No tengo nada que confesar.
—Párate y cierra las persianas, que me estoy mojando.
Cumplí la orden. En ese instante sentí que la mirada de Juan del Diablo sondeaba con todas sus armas la verdad que, en realidad, era mi mentira. En el aire quedó una metáfora —un deseo quizá— de cierta penetración. Me volví y remató la mirada de arriba abajo.
—Sal, dijo de mala gana.
Después quise rehacer la historia. La sinceridad me habría eximido de dieciséis meses de vida militar. Además, por respeto a mi propia condición la respuesta tenía que haber sido, lo mismo ese día que ahora:
—No, yo no soy bisexual. Soy homosexual, maricón, pájaro. Quizás un día llegue a ser loca de carroza. ¿A dónde me tengo que ir ahora? Por suerte ya no son los tiempos de las UMAP.
Yo realmente no quería ser militar ni portar armas. Antes me negaba y ahora me opongo a la obligatoriedad del Servicio Militar determinado por género y orientación. En aquel tiempo yo prefería inventar cualquier excusa —cualquiera que no fuera la verdad—, para escapar del destino de los varones mayores de 18 años.
Si hubiera usado el pretexto ideal me habrían enviado a La Habana, a trabajar en las brigadas de lucha contra el mosquito aedes aegypti, donde ubicaban siempre a otros muchachos amanerados. De alguna forma, si contaba la verdad reafirmaba los prejuicios relacionados a la debilidad de los maricones. Y yo, joven maricón en el clóset, mentí. ¿Acaso un hombre, una mujer, un maricón, no son lo mismo?
sábado, 19 de abril de 2014
Inventario de la desgracia
En 1819 Juan José Díaz de Espada y Fernández de Landa, obispo de La Habana, llegó a Guaracabuya aturdido por la cabalgata de su segunda visita pastoral a la Isla de Cuba. Entonces ya estaba advertido de la pobreza y poca importancia de aquel caserío de la jurisdicción de San Juan de los Remedios del Cayo.
Con el cuerpo aquejado, después de atravesar los mil pantanos del demonio, el obispo De Espada se apeó con premura de la volanta y accedió al pequeño templo provisto con pinturas de horrible gusto. Bendijo a los presentes y allí mismo mandó a desahuciar las imágenes religiosas. Antes de la partida a mejores destinos prometió honrar a la parroquia con un retrato de su patrón, San Atanasio.
Así, en 1824 llegó la obra que el cura de Guaracabuya se aprestó a ubicar en el altar de la iglesia. El cuadro venía firmado por el pintor neoclásico francés Jean Baptiste Vermay, discípulo de David.
Según el historiador y periodista cubano César García Pons, De Espada había obsequiado una obra demasiado seria a «la aldehuela de Guaracabuya, perdida en los bosques de Remedios».
Y la aldehuela, desgraciada y tenida a menos, perdió el cuadro en 1869, cuando los mambises incendiaron las pocas construcciones levantadas en aquella tierra funesta. La gente mudó definitivamente sus bártulos a Las Placetas. El herrero de la aldea rescató la pintura, la colgó en su choza reconstruida, y la entregó, más tarde, a la Iglesia. La obra pictórica, de valores medianos, se encuentra hoy en los almacenes del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.
Pero esa no fue la única ocasión ni circunstancia en que el asentamiento trascendió como pueblo desventurado. En la década de 1940 del siglo XX el historiador remediano José Andrés Martínez-Fortún y Foyo, de visita en la zona, reconoció que el antiguo pueblo había perdido toda su gloria para no recuperarla jamás.
Por su parte, el Jefe Local de Comunicaciones afirmaba a nombre de todos sus coterráneos en una carta a la revista Bohemia en 1949: «Nos sentimos orgullosos de vivir en este olvidado rincón de Cuba, que nuestros antepasados, en aras de la libertad que disfrutamos, supieron entregar a las llamas».
Epílogo
Desde los años de la fundación Guaracabuya puede trazar el círculo de su desgracia. Hay pueblos que nacen predestinados a la desventura; ahora podemos pensar que estos sitios se fundan, nada más, para que la tierra pueda ser nombrada.
Me preguntan: ¿qué ha hecho la Revolución en tu pueblo? Dos consultorios médicos y una escuela. Inevitablemente, en este país, en el mundo entero, hay lugares donde se vive mejor y lugares donde se vive peor.
En Guaracabuya se vive al margen. Las minas de oro no han mejorado la vida. La carretera, antaño Camino Real de La Habana, no ha vuelto a ser asfaltada en décadas. La ruta de la «aldehuela» no sigue a ninguna otra parte. Yo quería saber cómo pasaba la vida en los pueblos que están al final del camino.
A mi tía abuela le molesta que hablemos sobre las miserias de hoy. Dice que su papá murió con hambre antes de la Revolución. Ella compara constantemente lo que fue antes y lo que es ahora. Ella no piensa en el futuro.
Pero un día tendremos que dejar de señalar el pasado, si es que siempre llegamos a la conclusión panglosiana de que el presente nos debe conformar.
jueves, 13 de marzo de 2014
Las hermanas art déco
Para Alejandro Castro
Si no fueran tan delgadas, primorosamente delgadas, las hermanas art déco podrían vivir en un cuadro de Tamara de Lempicka. Pero ellas padecen con honor el ángulo, las líneas, los remates escalonados. Parecen tan peleadas del art nouveau...
Sus cuerpos forman amasijos lineales, paralelos, rectos o cortantes. La agudeza de sus terminaciones, el desencanto por la carne, por todos las enjundias, exacerba su postura art déco.
Se unieron hace años, cuando encontraron el parecido común en las decoraciones de sus fisonomías. Ellas, que nacieron carentes de todos los encantos naturales, han ido creándose algunos artificios.
Una de las hermanas partió al sur. Ella, amante de los viejos cuplés, está perdida entre los tangos. La otra quedó triste, frente al balcón de París, sobre la ciudad despojada. Escucha las mismas melodías de siempre, sueña los espectáculos que las llevarán a la fama.


La hermana del sur ahora usa el canotié; con su boa encanta a los hombres del sur. Tiene la elegancia que genera la escasez: carece de todo los espacios tradicionales del placer. La otra hermana padece la espera.
En las grandes avenidas de Santa Fe camina la más delgada. Entre los demás transeúntes ella enarbola la verticalidad, una línea recta ascendente, sin grosor ni curvatura. El vestido de tirantes que lleva es una tela breve, clara y ajustada. Va como un primor por la calle, aunque no haya posado para Vogue ni para Bohemia.
Cuando regrese, prodigará besos art déco, renunciará al fasto y retomará la modestia. Soñará otra vez con los cuadros de Tamara de Lempicka, con la vida art déco.
martes, 21 de enero de 2014
Yo disiento de mis padres
¿Para qué saber si es mejor no saber? ¿Para qué hablar si se está muy bien callado? (…) Le decía: deja de pensar, esto no conduce a nada, deja de pensar y comienza a divertirte…
El emperador, Ryszard Kapuscinski
El emperador, Ryszard Kapuscinski
El principal problema de mis padres y de toda su generación tiene que ver con el silencio, o mejor dicho, con el miedo a la expresión. Nacieron en la década de 1960, en medio de la triunfante Revolución Cubana, bajo el sitio del imperio más grande del mundo. Sus propias circunstancias los determinaron como son: seres pragmáticos que prefieren no «meterse en problemas» porque «uno no va a resolver nada». A veces mis padres están de acuerdo conmigo, pero prefieren el silencio, la sobria tranquilidad de las noches plácidas. Un mecanismo humano de sobrevivencia les ayuda a olvidar las tragedias cotidianas —el salario, la carestía, los precios...— para dormir en paz.
Así, yo tengo que debatirme entre la complacencia de ellos y mis convicciones. (Su complacencia tiene que ver con mi bienestar. Mi bienestar tiene que ver con mi pensamiento. Mi pensamiento tiene que ver con mi expresión).
En la Universidad me enseñaron a pensar, y a estas alturas ya no puedo limitar las terribles elucubraciones de mi mente. Necesito causas y efectos, análisis de beneficios, riesgos, contexto, antecedentes y hasta catarsis. Naturalmente no puedo ser panglossianista, y al final, mis padres tampoco: ellos saben que el mejor de los mundos posibles no existe, por lo menos en la realidad.
En los últimos tiempos algunos amigos o conocidos fueron acusados de no ser exactamente revolucionarios, pues habían publicado sus opiniones en internet. Se les ha dicho, una vez más, que están en lo correcto pero en el lugar equivocado. Los inquisidores no saben que este trágico mundo funciona como aldea global, unas cuatro esquinas donde todo se sabe. El filósofo Marshall McLuhan (que perdone mi vulgarización) lo dejó claro en la propia década del 60 del pasado siglo. Internet y las telecomunicaciones convirtieron a este planeta en un espacio barriotero sin secretos, propicio al chisme y a la sospecha. Aquí se supone que no se debe decir para que no se pueda saber. Pero más tarde o más temprano, según la lógica del barrio, todo se sabe en todas partes.
Sin embargo, yo presumo que la confusión está asociada a la semántica: en Cuba hemos ido provocando un desplazamiento en el significado de las palabras revolucionario y disidente. Muchos de los revolucionarios canónicos tienen un discurso anquilosado, defienden a toda costa los principios verticales, por lo general prohíben, censuran o limitan mientras enarbolan las causas más justas. Hay un lujo que no puede darse la revolución: no puede, precisamente, dejar de ser revolucionaria. El trovador Silvio Rodríguez, en su Segunda Cita, dice: «superen la erre de revolución».
Por otro lado, se ha obsequiado el término disidencia a la oposición remunerada. Nadie pensó que disentir es más revolucionario que asentir. La unanimidad parece falsa. En una sociedad necesariamente diversa la contradicción, el debate y la crítica constituyen la única fuente posible de los cambios revolucionarios. Lo otro es la espiral del silencio, o qué sé yo.
Ahora mismo, si me manifiesto en contra de los precios de los automóviles en Cuba (dispuestos hace poco por el Estado), ¿en qué bando me sitúan? ¿Disidente, joven hipercrítico, o revolucionario impenitente? Si critico la terrible relación entre el salario de mi madre y «el precio de la vida», ¿soy inadecuado?
La principal diferencia entre mis padres y yo tiene que ver con la expresión. Ellos asumieron el mundo que les tocó y punto. Ellos padecen y callan. Yo padezco y no puedo callar. Sin embargo, carne de su carne al fin, los comprendo: mientras escribo yo también tengo miedo.
lunes, 6 de enero de 2014
La Coronela
En la calle principal de Guaracabuya, frente a la piquera de carros añorados, yace en su antiguo asiento La Coronela. Y aunque su casa posee una de las más céntricas ubicaciones, el alcance de su horizonte incluye nada más a unos pocos viajeros del pueblo remoto, y acaso a algún desconocido que siempre aviva los sentidos de la vieja.
A veces, cuando la ven echada en su silla o revelada tras las cortinas de polvo que alzan las volantas, estos viajeros presienten que se trata de una encarnación de la antigua Sibila de Cumas, conocedora de todos los destinos, obligada a la senectud sin la esperanza de la muerte.
Parece que en otro tiempo Antonia Molina fue una mujer magnánima, y temible. Se cuenta que desafió a la autoridad para defender a los trabajadores mal pagados; que se enroló en labores masculinas y superó a los propios hombres; que multiplicó su prole con hijos propios y adoptivos; que fue adúltera sin grandes cargos de conciencia. Aunque ahora casi nadie la recuerda como fue, las noticias de su carácter indomable han dado pie a todas las comparaciones humanas.
Cuando La Coronela, matriarca al fin, necesitaba conseguir el sustento para sus hijos emprendió los trabajos más inesperados. Primero se hizo tractorista de la zafra, después fundó una brigada de poceros y se metió ella misma en las entrañas de las tierras áridas a buscar los manantiales. Dicen que iba y venía en su caballo sin que nadie se atreviera a ofenderla. Poco a poco la mujer fue configurando una figura atípica, casi increíble en aquellas tierras grises donde todo el mundo debe parecerse para ser correcto.
Un día el viejo Carratalá advirtió a dos recién llegados a Guaracabuya: «Aquí no se queden, que vive una Coronela.» El alias impronunciable iba a perdurar para siempre en la memoria, pero solo hoy, en medio de la vejez terrible, cuando dejaron de importar los nombres y valen más las cosas que fueron nombradas, se le puede llamar Coronela.
Tantos años después la mujer analfabeta, la antigua Coronela, la progenitora de una estirpe incontable, reúne latas de aluminio para venderlas a las tiendas de materia prima. Tantos años después, en su casa frente a la piquera, La Coronela marca colas para otros que harán el viaje. A orillas del camino, ella ha insinuado siempre la partida, sin emprenderla jamás.
La Coronela, la recoge latas, la marca colas, la eterna insinuadora del viaje, vive todavía en la calle central de Guaracabuya, escondida detrás de las cortinas insondables de polvo. A veces parece inmóvil. Le brillan los ojos, apenas habla. A la vista de los viajeros casuales sus miembros recobran una parte de la antigua lozanía, y quisieran echar andar más allá de los pueblos tristes.
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lunes, 2 de diciembre de 2013
Los sueños de la fortuna
Se corrió una vez por Guaracabuya la voz de que mi abuela tenía sueños premonitorios. La gente murmuraba que Marisel Moya conocía las claves de los azares posibles en los días por venir. Pero no era ella, sino Dios o la providencia astral quienes determinaban el objeto, el tiempo, y el beneficiario de la comunicación.
Por algún tiempo mi abuela fue la intermediaria de la fortuna. Cuando la familia sobrevivía al Período Especial ella desarrolló aquel don inescrutable, como una adaptación a la severidad de los tiempos. En cada sueño una voz divina la instruía: «Tu familia necesita dinero; aquí tienes el número de mañana; sácatelo y ayuda a tus parientes». Los avisos se repetían a menudo, y ella cumplía entonces las indicaciones del Más Allá. En contra de las leyes humanas se volvió frecuente de las casas de juego.
La suerte de la vieja vidente se hizo fama. Cabilla, el colchonero del pueblo, la interpeló un día:
Por algún tiempo mi abuela fue la intermediaria de la fortuna. Cuando la familia sobrevivía al Período Especial ella desarrolló aquel don inescrutable, como una adaptación a la severidad de los tiempos. En cada sueño una voz divina la instruía: «Tu familia necesita dinero; aquí tienes el número de mañana; sácatelo y ayuda a tus parientes». Los avisos se repetían a menudo, y ella cumplía entonces las indicaciones del Más Allá. En contra de las leyes humanas se volvió frecuente de las casas de juego.
La suerte de la vieja vidente se hizo fama. Cabilla, el colchonero del pueblo, la interpeló un día:
—Marisel, a mí me dijeron que usted sabe el número que va a salir todos los días… Vengo a pedirle que me venda sus sueños. Le prometo que nada de lo que yo haga la afectará; voy a ir hasta Cabaiguán a jugarme el número de la suerte, lejos de aquí.
—¿¡Cómo le voy a vender mis sueños?! ¡Los sueños son una cosa íntima! —espetó mi abuela.
Hace años Marisel Moya perdió el don de soñar con los números de la bolita. No sabe cómo ni por qué, como tampoco supo nunca el origen de su buenaventura. En los tiempos que corren añora, en vano, la vuelta de la fortuna.
Ni Cabilla, el colchonero, ni nadie más en Guaracabuya han pretendido comprar sus sueños otra vez.
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jueves, 14 de noviembre de 2013
Ojos de perro
Nadie toca al perro sarnoso y sucio, destinado a la muerte en los días próximos. Nadie acaricia al perro, que no pretende ya ninguna intimidad (salvadora) con los humanos. El animal camina solo; los de su especie también lo abandonaron. Nosotros volteamos la cara y evitamos el asco. Cuando más, le lanzamos un pan viejo. Mi madre nunca podría comer frente a un animal que la mira como si le hablara.
Pero este perro nos observa con penetración, como si quisiera hablarnos, más que pedir la comida inmunda que le tiran. Algo de extraordinario tienen los ojos de este perro, algo que reconocemos como humano. O quizá es a la inversa: en los humanos reconocemos la mirada del perro.
¿Cómo saber qué quiere? ¿Nos pide atención o simplemente la eutanasia, la paz definitiva? No puedo evitar la mirada; yo también estoy solo mientras almuerzo. El mundo nos rodea, y nos miramos. Me van saliendo ojos vidriosos, como al perro.
Hace poco íbamos a Isabela de Sagua, a pasar la noche junto al mar. A la entrada del pueblo un perro negro se nos unió. No se desprendía del grupo; hizo un hueco en la arena, se echó y custodió nuestra casa de campaña. Cuando dormimos se mantuvo en vilo. Cuando nos asustaron los noctilucas se movilizó y corrió por la playa para socorrernos. Su apego nos sugirió la necesidad de la adopción.
A la mañana siguiente no esperábamos verlo más. Sin embargo, él amaneció de pie frente a la playa. Miraba en dirección a los restos del Nikoli, y más allá, a los cayuelos nebulosos; los ojos del perro traspasaban la inmensidad del mar. Estaba absorto, ensimismado. Nosotros lo fotografiamos.
¿Qué buscaba este perro? ¿Sería consciente de «la maldita circunstancia del agua por todas partes»? ¿Qué viaje prohibido añoraba? Nos fuimos del mar, y del pueblo, y lo abandonamos.
Leí una vez, en algún texto cristiano para niños, que no habrá mascotas en el Reino de los Cielos, que los perros rodearán la ciudad magnífica de Dios. Pero yo imagino perros con miradas que hablan. Yo sueño humanos con ojos de perro.
lunes, 4 de noviembre de 2013
Ómnibus Nacionales: ¿La ruta del Mal?
Casi todos los viajeros cubanos saben que en la terminal de ómnibus de La Habana se «resuelve» un pasaje a cualquier destino por cinco dólares más el precio establecido para la ruta. Casi todos los que parten de la terminal interprovincial de Santa Clara saben que unos billetes de más «consiguen» el pasaje a cualquier punto de la geografía isleña. Casi todo el que viaja sabe que Ómnibus Nacionales padece el Mal.
Puede que los pasajes se hayan agotado tres meses o tres días antes, pero si usted tiene el dinero contante y sonante abordará la Yutong que sea, adonde sea. Tiene el Mal una pequeña reserva de asientos en el viaje de los humanos.
Aunque Ómnibus Nacionales se reordenó hace poco, parece que toda mejora se limita al cambio de nombre y de logo de la empresa, pues nada esencial, aparentemente, nos indica orden. Cuando la periodista Leydi Torres Arias evidenció con gracia y profesionalidad el maltrato sufrido por ella, ya sabíamos que Ómnibus Nacionales padecía el Mal.
Oscar Salabarría Martínez estudia periodismo en la Universidad Central de Las Villas y viaja a menudo hasta Jatibonico. Él, urgido de llegar a casa, prefiere entregar un «dinerito» por encima a las taquilleras, al jefe de turno o al expendedor/a del pasaje para asegurar su puesto en la ruta Santa Clara-Sancti Spíritus o Habana-Jatibonico. El dinero siempre se comparte –aclara él- entre todos los implicados. «Si no hay posibilidad de pasar el billete sin llamar la atención, la taquillera disimula, va al baño, y ahí hay que entregárselo”, termina mi amigo, compañero del Mal.
La crónica de viaje
El pasado jueves 24 de octubre, el periodista Maykel González Vivero y yo nos dirigíamos al VIII Evento Nacional de la Crónica Miguel Ángel de la Torre, en Cienfuegos. Viajaríamos en el ómnibus Yutong 2946 de la ruta Santa Clara-Cienfuegos, turno 7:40 a.m. Mi compañero había comprado un pasaje con antelación, pero yo debía anotarme esperanzadamente en la lista de espera (ocupé el número uno). Ante mi inquietud el anotador informó que ya no había posibilidad de viajar en la salida de las 7:40 a.m., aun cuando yo ocupara el primer número de la lista. La crónica de viaje –pensamos– iba a comenzar en ese momento.
¿Por qué no había posibilidad de viajar en aquella Yutong? Si ocurría un fallo de última hora, ¿yo no podría ocupar el asiento disponible? Con esa pregunta recurrí a la trabajadora de la taquilla de información, que me sugirió hablar con el chofer. Entonces, uno de los choferes me aseguró que no podría montar en la guagua si en la taquilla no me vendían un pasaje como se establece, y me indicó dirigirme al jefe de turno en el salón de espera de los pasajeros.
Allí, dos trabajadores se encargaban de los trámites. Ante mi solicitud el chequeador me entregó un número para comprar el pasaje. Y el jefe de turno, dirigiéndose a mí, espetó sin reparos: «Ahora tienes que pagarle a él». Sí, quiso decir: pagarle algo más de lo establecido por la tarifa oficial de precios. Cuando regresé de la taquilla, con mi pasaje comprado, todavía el señor esperaba en la puerta de salida para recibir su «pago». En definitiva, él me había «resuelto» un pasaje que no existía y yo debía retribuir su bondad. Yo, mal agradecido, me negué a pagar y abordé el ómnibus.
Pero, en la guagua había ¡17 asientos vacíos! Si se reservan seis para el tramo (tres para Esperanza y tres para Ranchuelo, como aseguró el chofer reticente) sobran 11 asientos. Mire usted: a mí me querían cobrar sobreprecio por un pasaje disponible. Lo peor: anotado en la lista de espera nunca iba a ser llamado. La situación se debe a un entramado de funcionarios, trabajadores, choferes y burócratas de la Empresa Ómnibus Nacionales, que unidos, estafan a los clientes de la manera más expedita (¿o se trata de desidia?).
En primer lugar, niegan a los pasajeros el derecho legítimo a viajar según el turno correspondiente de la lista de espera. En segundo lugar, y gracias a la situación que ellos mismos favorecen, exigen un sobreprecio que termina en sus bolsillos. Inconcebible: una guagua abandona la terminal con 17 capacidades libres y los pasajeros son burlados. ¿Los trabajadores de Ómnibus Nacionales conocen los lineamientos de la política económica de Cuba? ¿Saben los infractores que están cometiendo una ilegalidad penada por la ley?
A los ciudadanos comunes, de a pie, nos molesta el engaño. ¿Tiene que ser el hombre el lobo del hombre? Maykel González y yo redactamos y entregamos la queja respectiva en la dirección provincial de Viajeros y de Ómnibus Nacionales. Las autoridades competentes ya investigan; nosotros esperamos la respuesta definitiva, colofón de este reportaje.
Ahora algunas personas me asegurarán que nunca debí escribir esta entrada: bastaba quejarse en la dirección de las empresas implicadas. Yo no escribo, nada más, por este caso: no se trata únicamente de una experiencia aislada y personal. Así nada hubiera escrito. Me acusarán de generalizar, de difamar a una empresa por el fallo casual de un día. Sin embargo, nosotros sabemos que la historia se repite. Basta oír a los que viajan.
Algunos amigos me piden que no me desgaste en una queja, que «deje eso». Alegan que una persona no va a cambiar nada. Puede ser… todo puede ser.
miércoles, 9 de octubre de 2013
Telegrama a Guaracabuya
En el siglo XXI casi nadie se comunica por telegramas. Hace años que la gente abandonó el estilo telegráfico, y el romanticismo de las cartas, y el olor a tinta, y el papel. Esta es la época de los mensajes de texto (SMS), tan contraídos y escasos. A mí, las peculiares condiciones de la fatalidad me obligan a telegrafiar a mi madre a menudo. A mis amigos les provoca gracia. Alguien me preguntó: ¿Todavía existen los telegramas?
Aunque ninguna dimensión física considerable se interpone, entre Guaracabuya y Santa Clara —entre mi madre y yo— se abre un espacio inabarcable. Entre la ciudad y la aldea remota se levantan muros indescifrables que separan a dos mundos maniqueos: el progreso y al atraso, la comunicación y la incomunicación, el SMS y el telegrama.
En Guaracabuya más de 2000 habitantes disponen de 16 teléfonos, estatales y residenciales. La red telefónica no está digitalizada; ni siquiera se puede acceder a los servicios básicos de Etecsa. El correo electrónico no existe. Internet es un quimera imposible que muy pocos conocen vagamente, como en el recuerdo de un sueño que no ha sido.
En la aldea podrían funcionar las señales de humo; sin embargo, los celulares apenas captan las señales en el aire. Hace poco, una señora dispuesta a comunicarse con su hijo subía al techo de la piquera en medio de un espectáculo pueblerino. Solo allí el móvil alcanzaba la señal indispensable.
Por mi parte, escribo telegramas que una agente postal entregará a mi familia. En cualquier punto de Cuba el mensaje manuscrito se introduce en el sistema de Correos, y se recupera luego en su destino, y se dicta por teléfono, y se escribe otra vez, con tinta, como al inicio. Así quedan fijados el día y la hora de mi llamada telefónica.
La oficina local de correos de Guaracabuya, que antaño disponía de una vieja máquina de escribir, ahora está desprovista de todas las tecnologías arcaicas o recientes. Envío un telegrama desde Sagua la Grande. Mamá, estoy bien. ¿Dónde queda Guaracabuya? –preguntó la funcionaria sagüera del Correo. Te llamo mañana… ¿Allí hay computadora? No. Entonces… ¿lo dictan por teléfono? Sí. Besos, Alejandro.
Gracias a la conexión digital el telegrama vuela el espacio hasta Placetas. Allí, la antípoda de la agente sagüera levanta el teléfono y marca a Guaracabuya. Espera, que anoto. Mamá estoy bien te llamo mañana... vesos Alejandro. ¿Es todo? Nada más.
La agente postal de Guaracabuya escribe en una hoja de libreta común. El telegrama llega hasta mi madre con la caligrafía de la mujer, con algunos errores ortográficos, sin signos de puntuación. En Sagua, me dijeron, los telegramas se entregan mecanografiados, dentro de un sobre que protege la privacidad del mensaje. En Guaracabuya parecen menos serios. En realidad, están más cerca del recado que de otra cosa.
¿Cuánta gente se comunica hoy por telegramas? Según mi papá, jefe de una agencia municipal de correos, cada día las personas acceden menos a ese servicio. Ni siquiera hay muchas cartas que repartir. En este año, por ejemplo, nadie más que yo ha enviado telegramas a Guaracabuya, una aldea donde todo resulta anacrónico.
En el siglo XIX, cuando el correo tenía mejores medios que hoy, el paisano Ysidoro Domínguez se quejaba, disgustadísimo, porque los periódicos llegaban con considerable atraso a los suscriptores de Guaracabuya. Más de un siglo después los diarios llegan sin apuro, no hay teléfonos públicos, y escribo telegramas a mi madre.
Aunque ninguna dimensión física considerable se interpone, entre Guaracabuya y Santa Clara —entre mi madre y yo— se abre un espacio inabarcable. Entre la ciudad y la aldea remota se levantan muros indescifrables que separan a dos mundos maniqueos: el progreso y al atraso, la comunicación y la incomunicación, el SMS y el telegrama.
En Guaracabuya más de 2000 habitantes disponen de 16 teléfonos, estatales y residenciales. La red telefónica no está digitalizada; ni siquiera se puede acceder a los servicios básicos de Etecsa. El correo electrónico no existe. Internet es un quimera imposible que muy pocos conocen vagamente, como en el recuerdo de un sueño que no ha sido.
En la aldea podrían funcionar las señales de humo; sin embargo, los celulares apenas captan las señales en el aire. Hace poco, una señora dispuesta a comunicarse con su hijo subía al techo de la piquera en medio de un espectáculo pueblerino. Solo allí el móvil alcanzaba la señal indispensable.
Por mi parte, escribo telegramas que una agente postal entregará a mi familia. En cualquier punto de Cuba el mensaje manuscrito se introduce en el sistema de Correos, y se recupera luego en su destino, y se dicta por teléfono, y se escribe otra vez, con tinta, como al inicio. Así quedan fijados el día y la hora de mi llamada telefónica.
La oficina local de correos de Guaracabuya, que antaño disponía de una vieja máquina de escribir, ahora está desprovista de todas las tecnologías arcaicas o recientes. Envío un telegrama desde Sagua la Grande. Mamá, estoy bien. ¿Dónde queda Guaracabuya? –preguntó la funcionaria sagüera del Correo. Te llamo mañana… ¿Allí hay computadora? No. Entonces… ¿lo dictan por teléfono? Sí. Besos, Alejandro.
Gracias a la conexión digital el telegrama vuela el espacio hasta Placetas. Allí, la antípoda de la agente sagüera levanta el teléfono y marca a Guaracabuya. Espera, que anoto. Mamá estoy bien te llamo mañana... vesos Alejandro. ¿Es todo? Nada más.
La agente postal de Guaracabuya escribe en una hoja de libreta común. El telegrama llega hasta mi madre con la caligrafía de la mujer, con algunos errores ortográficos, sin signos de puntuación. En Sagua, me dijeron, los telegramas se entregan mecanografiados, dentro de un sobre que protege la privacidad del mensaje. En Guaracabuya parecen menos serios. En realidad, están más cerca del recado que de otra cosa.
¿Cuánta gente se comunica hoy por telegramas? Según mi papá, jefe de una agencia municipal de correos, cada día las personas acceden menos a ese servicio. Ni siquiera hay muchas cartas que repartir. En este año, por ejemplo, nadie más que yo ha enviado telegramas a Guaracabuya, una aldea donde todo resulta anacrónico.
En el siglo XIX, cuando el correo tenía mejores medios que hoy, el paisano Ysidoro Domínguez se quejaba, disgustadísimo, porque los periódicos llegaban con considerable atraso a los suscriptores de Guaracabuya. Más de un siglo después los diarios llegan sin apuro, no hay teléfonos públicos, y escribo telegramas a mi madre.
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Telegrama de Ysidoro Domínguez |
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Sociedad
martes, 20 de agosto de 2013
La sociedad no está preparada
La sociedad no está preparada para aceptar a los homosexuales, se dice por ahí. Pueden existir, se acota, pero sin demasiadas manifestaciones, sin alterar ciertos supuestos de la familia burguesa que nos hacen tan felices. Nadie debe pensar que estamos haciéndole propaganda favorable a la homosexualidad.
¿Qué le vamos a decir a los niños? Los niños no entienden la homosexualidad. ¡Dios mío, y si lo ven naturalmente, y mañana les da por hacerse gais! Es mejor que se mantengan apartados de ese asunto. ¿Qué tú eres? Macho. ¿Qué tú eres? Macho. ¿Cuántas novias tienes? Cinco. ¿Qué les vas a hacer? Eso mismo. ¿De qué tamaño la tiene el niño? Dile que te coja… Oye, los niños no barren. Oye, los niños no tocan las muñecas. Las niñas son las que limpian la casa… Los niños van a trabajar y buscan el dinero. Oye, no juegues con eso, que te van a decir maricón. ¡Suelta esa muñeca!
Este mundo está patas arriba. Antes los homosexuales se tenían que esconder, y ahora andan por la calle, se dan la mano y hasta se besan. Óyeme, que no respetan a nadie. No les da pena. Dice la Biblia que se verán horrores. Ya se están viendo. La peor desgracia que me puede tocar es un hijo maricón.
¡Y la televisión, y los periódicos, promocionando la homosexualidad! ¿Tú te has fijado que en todas las novelas hay personajes homosexuales? Eso esa culpa de la hija de Raúl Castro. Este país está al revés.
Menos mal que en el ICRT están cortando las series que le gustan a mi hijo. ¿Tú viste el video de Buena Fe? El de las dos muchachas que dejan a los novios y se dedican a aquello. En Lucas siempre lo cortan, menos mal. En este país van de lo sublime a lo ridículo: antes estaba prohibido y ahora quieren que todo el mundo sea homosexual.
Yo no sé adónde vamos a llegar. A este ritmo, nos vamos a quedar sin población. Porque a mí no me importa lo que haga nadie con su cuerpo, pero que lo hagan entre cuatro paredes y que no salgan por ahí a exhibirse. Como dice el refrán, cada cual que haga con su pellejo lo que le dé la gana.
¿Quién le dijo a nadie? Esta sociedad no está preparada. Ahora los homosexuales se casan en un montón de países. Pero eso no puede pasar aquí. ¿Quién dijo que eso era natural? La homosexualidad está contra Dios, contra la familia y contra la especie humana. Desde el principio fue así: hombre con mujer y mujer con hombre. Lo otro es un disparate, una aberración.
Oye, no me des la mano, que me da pena. Que no vean. Se van a dar cuenta. La gente se va a reír de nosotros. Deja que se rían. Yo te quiero. No me importa lo que diga la gente. No me importa si la sociedad está preparada o no. Me da lo mismo, porque la juventud estaba perdida desde Platón. Tú y yo nos cogemos la mano. No voy a esperar más.
Cierto que la sociedad nunca estará preparada para aceptar a los homosexuales, nunca será el mejor momento. Las leyes se adelantan o se atrasan, como va pasando en todo el mundo. En Cuba, aplastadas por el machismo, por la sociedad patriarcal, por el pasado homofóbico, por la gestión gubernamental dudosa, por la inercia… vienen en un barco que no llega. Pero la realidad es más objetiva que las leyes. Habrá homosexuales, aunque no haya leyes.
Este mundo está patas arriba. Antes los homosexuales se tenían que esconder, y ahora andan por la calle, se dan la mano y hasta se besan. Óyeme, que no respetan a nadie. No les da pena. Dice la Biblia que se verán horrores. Ya se están viendo. La peor desgracia que me puede tocar es un hijo maricón.
¡Y la televisión, y los periódicos, promocionando la homosexualidad! ¿Tú te has fijado que en todas las novelas hay personajes homosexuales? Eso esa culpa de la hija de Raúl Castro. Este país está al revés.
Menos mal que en el ICRT están cortando las series que le gustan a mi hijo. ¿Tú viste el video de Buena Fe? El de las dos muchachas que dejan a los novios y se dedican a aquello. En Lucas siempre lo cortan, menos mal. En este país van de lo sublime a lo ridículo: antes estaba prohibido y ahora quieren que todo el mundo sea homosexual.
Yo no sé adónde vamos a llegar. A este ritmo, nos vamos a quedar sin población. Porque a mí no me importa lo que haga nadie con su cuerpo, pero que lo hagan entre cuatro paredes y que no salgan por ahí a exhibirse. Como dice el refrán, cada cual que haga con su pellejo lo que le dé la gana.
¿Quién le dijo a nadie? Esta sociedad no está preparada. Ahora los homosexuales se casan en un montón de países. Pero eso no puede pasar aquí. ¿Quién dijo que eso era natural? La homosexualidad está contra Dios, contra la familia y contra la especie humana. Desde el principio fue así: hombre con mujer y mujer con hombre. Lo otro es un disparate, una aberración.
Oye, no me des la mano, que me da pena. Que no vean. Se van a dar cuenta. La gente se va a reír de nosotros. Deja que se rían. Yo te quiero. No me importa lo que diga la gente. No me importa si la sociedad está preparada o no. Me da lo mismo, porque la juventud estaba perdida desde Platón. Tú y yo nos cogemos la mano. No voy a esperar más.
Cierto que la sociedad nunca estará preparada para aceptar a los homosexuales, nunca será el mejor momento. Las leyes se adelantan o se atrasan, como va pasando en todo el mundo. En Cuba, aplastadas por el machismo, por la sociedad patriarcal, por el pasado homofóbico, por la gestión gubernamental dudosa, por la inercia… vienen en un barco que no llega. Pero la realidad es más objetiva que las leyes. Habrá homosexuales, aunque no haya leyes.
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